martes, 24 de abril de 2018

Leyenda de la Tulivieja en Panamá



Cuenta la historia que ella era una mujer muy hermosa, una chola campirana que vivía en lo que es hoy es la región de Azuero.

En ese sitio se había instalado un cuartel de los soldados hispanos. Uno de ellos, un capitán de buen aspecto, rubio y de ojos azules, alto y robusto, se enamora de la joven cuyo nombre nos ha sido negado por la leyenda. Le seduce el macho con su porte y sus maneras y ella sucumbe a los encantos del gallardo militar ibérico.

No mucho tarda el oficial en poseer a la campesina. La conduce una tarde al río y allí le hace perder no solo el honor, sino también el sentido común. Queda embarazada y cuando lo quiere hacer saber a quien ha sido su conquistador el hombre es trasladado a otro emplazamiento.

Al poco tiempo da a luz a un hermoso varón. El niño tiene los ojos del progenitor y la mirada salvaje de la madre. Sus cabellos son oscuros como una noche de invierno y su piel es del color de la canela.

A las pocas semanas retorna el galán a cumplir una misión y encuentra otra vez a la mujer en la fuente donde la ha visto la primera vez. Se acerca con la cautela del depredador y con sus mañas y artes viriles vuelve a conquistarla.

Ella le anuncia su paternidad con una sonrisa de oro. El hombre con su yelmo en la mano no articula palabra. Intenta conformar un pensamiento de rechazo, pero los encantos de la hembra del campo le vuelven a doblegar.

La joven ha debido enfrentar a los suyos quienes la consideran indigna y sucia por haberse atrevido a parirle a un soldado de ocupación.

Pero entre el amor y el deseo a veces no hay mucha diferencia. Ella reverbera por dentro, su sangre se torna en miel, sus ojos son dos rubíes oscuros, su piel vibra como la tormenta anunciada en las hojas de los almendros.

Se citan en el mismo lugar, a la orilla del río. El nombre de este caudal es desconocido y pudo haber sido cualquiera de los que bañan esta tierra.

El hombre llega vestido con su traje de lujo, la espada al cinto, el casco sobre la noble cabeza, cuyas formas parecen sugerir una mezcla de la herencia celta y mora.

Ella se presenta con su faldón rojo, con su blusa blanca y una flor prendida en el azabache del cabello suelto. No luce afeites, pero el rubor que le produce la proximidad de su amado le pinta de granate las mejillas y los labios.

Se encuentran y se funden en un abrazo. Se enfrascan en un poderoso beso, casi asfixiante. Las manos del soldado vuelan como alcatraces. Los labios son de vampiro sediento de fresca sangre y el corazón le salta en las sienes.

Sobre un peñasco junto al río, una cesta contiene al hijo de ambos que, silencioso hasta el momento, espera la mirada y la caricia del padre.

Pero el furor de la entrega es más poderoso. Ella intenta decirle antes que allí está el fruto de su relación, pero él apaga su voz con un beso. Ella cae a los abismos de la pasión más frenética y se olvida del vástago, mecido ahora por un brazo de agua que ha socavado la roca y lo ha depositado en la corriente.

Caen sobre ellos florecillas amarillas, hilachas de nubes y perlas del rocío de un crepúsculo que avanza. La posesión ha sido poderosa. Dos potros jóvenes, dos animales briosos gimiendo y poseyéndose con voracidad.

Cuando todo termina yacen sobre sus espaldas y miran el cielo. Una estrella se asoma con su rostro de fuego. Ella se ha olvidado que en la tierra se encontraba su hijo, ahora arrastrado por la corriente, río abajo, hacia la caída de agua que se explaya sobre rocas y bajíos.

Se levanta la mujer y camina embelesada, dedica a su amante una mirada de miel y él, ceñudo y marcial, se levanta y se sacude el polvo y la paja. Entonces el grito, el alarido, el llanto desconsolado que hace eco en los cerros y en las grutas.

No está ya el pequeño, ha sido devorado por las aguas mientras ella saciaba su femenil deseo. No lo encuentra y grita como loca. En tanto, el soldado ha desaparecido entre la espesura y la deja sola consumida por las tinieblas de la desesperación.

La historia concluye diciendo que la muchacha vagó por la orilla del río hasta extraviarse. Algunos alegan que murió ahogada, otros que se suicidó clavándose un puñal.

Según los lugareños, ella vaga por las noches en busca de su hijo y llora poseída por un dolor inconcebible. Se le ha visto vagar por los sitios cercanos a los ríos y quienes dicen haberla visto, afirman que es un monstruo horroroso de largos cabellos, con el rostro carcomido por la lepra, los ojos velados, la boca hinchada y con unos enorme colmillos sobresaliéndole. En lugar de pies tiene pezuñas de cabra y sus manos son como garras. Gime como un animal acorralado.

En su desesperación por encontrar a su hijo, dice la tradición, se lleva consigo a los niños que encuentre desprotegidos, aunque estén en sus casas. Dicen que también persigue a los varones hasta el síncope o la locura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario