viernes, 28 de julio de 2017

La maldición de Carmen Winstead



Finalizada la hora del almuerzo escolar, la maestra les comunicó a los alumnos que la junta directiva había planificado un simulacro de incendio en el que todos debían participar.

Poco después sonó la alarma y los alumnos salieron para reunirse en el patio. Era un día caluroso, con el cielo despejado y un sol que hacía arder la piel, llenando las frentes de los estudiantes con pequeñas gotas de sudor.

La maestra comenzó a leer la lista de nombres. Todos alzaban la mano y decían “presente” de forma mecánica, consumidos por el aburrimiento. Sin embargo, una chica de un grupo de cinco amigas se fijó en el hecho de que Carmen (una compañera de clase) estaba de pie junto a la alcantarilla, a la que le faltaba la tapa desde hacía semanas, y aún faltaba bastante para que la maestra leyera su nombre. Sus ojos brillaron. Carmen estaba entre las últimas de la larga lista organizada en orden alfabético: ¿qué pasaría cuando la llamen si caía en la alcantarilla? “¡Carmen está en la alcantarilla!”, podrían corear y entonces todos reirían a carcajadas y la pobre Carmen sería el hazme reír. Quién sabe, incluso podrían terminar por bautizarla como “La Chica de la Alcantarilla”. La oportunidad de romper el aburrimiento y hacer historia era perfecta, así que les comunicó discretamente la idea a sus cuatro amigas y todas empezaron a agolparse en torno a Carmen, fingiendo torpeza para empujarla y hacerla caer sin que aquello pareciese premeditado…

La maniobra fue perfecta, Carmen apenas emitió sonidos de queja mientras la hacían caer y, cuando dijeron su nombre, las cinco chicas empezaron a gritar: “¡Ella está en la alcantarilla¡ ¡Ella está en la alcantarilla!”.

Un mar de carcajadas se desató, pero las risas empezaron a silenciarse cuando la maestra se acercó a ver y, antes de que emitiera palabra alguna, se giró y miró a todos con una mueca impregnada de angustia y terror. La situación no inspiraba risa alguna: Carmen había caído de cabeza en el hueco y al aterrizar su cabeza se había torcido hacia un lado en una posición totalmente imposible, su cara casi sin piel después de haberse raspado contra las paredes de la alcantarilla en la caída y una mueca espantosa como si hubiera tratado de gritar y no hubiese tenido el tiempo suficiente. La sangre se dispersaba en un charco que se mezclaba con el excremento húmedo y maloliente que impregnaba todo su cuerpo.

Las cinco chicas se acercaron a ver. Una lágrima asomó tímidamente en la mejilla de la autora de la broma mientras sus ojos atónitos contemplaban como una gorda cucaracha yacía sobre lo que alguna vez fue el rostro de Carmen, moviendo sus antenas como para ver si todo estaba bien. Pero nada estaba bien, y ella y cada una de sus amigas se sintieron como uno de esos repulsivos insectos cuando la Policía vino y determinó que Carmen tenía el cuello roto y estaba muerta. Según dijeron, al caer Carmen se golpeó con las escaleras metálicas, de tal forma que perdió la cara y después se rompió el cuello al estrellarse contra el cemento.

Minutos después se llevaron el cadáver de Carmen, acompañado por una procesión de moscas cuyos zumbidos eran casi el único ruido en medio del fúnebre silencio. Ese día hubo un interrogatorio después de clases. Todos debían ir.

En el interrogatorio las cinco chicas dijeron que fue un accidente y que ellas fueron testigos. La Policía les creyó y el caso de Carmen Winstead se cerró, pero algo aún más siniestro había comenzado…

Meses después, compañeros de clase de la fallecida Carmen empezaron a recibir correos electrónicos que se titulaban “La empujaron” y afirmaban que a Carmen la habían empujado, que su muerte no era un accidente. También, los correos decían que los culpables debían asumir la responsabilidad del crimen, pues de lo contrario habría terribles consecuencias. La mayoría pensó que los correos eran una farsa elaborada por alguien que quería divertirse causando temor, pero otros no estaban tan seguros.

Transcurridos unos pocos días tras la cadena de correos, la chica que ideó el plan para ridiculizar a Carmen estaba bañándose cuando de pronto oyó una extraña risa. Cerró el grifo para oír mejor: la risa parecía venir del interior de la ducha. ¿Acaso se estaba volviendo loca? Aterrada, se secó rápidamente, se vistió, se despidió de su madre nerviosamente y se fue a dormir más temprano que de costumbre. Cinco horas después su madre se despertó al oír un portazo en la puerta de entrada. Su hija no estaba en la habitación ni en lugar alguno de la casa. Llamó a la Policía, pero los agentes poco podían hacer al respecto, ya que no se podía interponer una denuncia en personas desaparecidas hasta que transcurrieran 48 horas, aún así prometieron a la desconsolada madre patrullar las calles cercanas para buscar a su hija. La búsqueda de familiares y amigos tampoco tuvo éxito y la chica no apareció aquella noche.

La mañana siguiente mientras el conserje del colegio limpiaba las hojas secas del patio, se encontró que la tapa de la alcantarilla (que habían vuelto a colocar después de producirse la trágica muerte de Carmen) había sido levantada y apartada a un lado. Al asomarse descubrió algo realmente escalofriante. Parece que la chica desaparecida la había retirado antes de lanzarse de cabeza por el conducto y se encontraba en el fondo con el cuello roto y la cara destruida, borrada por los golpes que se había dado al caer y golpearse con las escaleras metálicas de las cloacas. Una muerte idéntica a la que sufrió Carmen.

El mismo destino les esperaba a las otras cuatro culpables de la muerte de Carmen. Tras la muerte de las dos primeras un equipo del ayuntamiento soldó la alcantarilla para que nadie más pudiera abrirla. Sin embargo eso no pareció impedir a la tercera víctima arrancarla del suelo, algo que requería una fuerza sobrehumana. Por supuesto esa fue la gota que colmó el vaso y se decidió colocar vigilancia las 24 horas del día en ese peligroso punto de encuentro para “suicidas”.

Las dos víctimas restantes murieron de la misma forma, pero el espíritu de Carmen en esta ocasión las guió hasta alcantarillas cercanas a sus domicilios, la vigilancia podría frustrar sus planes. Una por una cayeron en las alcantarillas, perdiendo el rostro y rompiéndose el cuello. Todas se habían quedado dormidas antes de su trágica muerte, en ese momento cuando se encontraban más vulnerables, Carmen aprovechaba para poseer sus cuerpos y guiarlas como si se tratara de un caso de sonambulismo hacia un muerte tan cruel como la que ella había sufrido. Un destino cruel porque podían sentir todo lo que ocurría pero no tenían control sobre su cuerpo.

Pero la cadena de muertes no se detuvo ahí, ya que posteriormente otros compañeros de clase de Carmen también fueron encontrados muertos en distintas alcantarillas, con el cuello roto y el rostro anulado. Ellos y ellas también se habían dormido antes de aparecer muertos…

Resultaba muy inquietante pensar que todos esos otros compañeros muertos no habían creído en los correos electrónicos que afirmaban que Carmen fue empujada. ¿Acaso el espíritu de Carmen se estaba vengando? ¿Podría eso explicar muertes tan extrañas en las que no se entendía cómo diablos los cuerpos habían ido a parar a la alcantarilla sin que nadie advirtiese con claridad el rumbo que las víctimas tomaban antes de ser asesinadas? El espíritu de Carmen Winstead andaba suelto y, quien no creyese que ella fue empujada, corría el riesgo de ser castigado con una muerte semejante a la de Carmen, muerte que caería sobre él o ella durante las horas de sueño, con un sigilo que solo se rompería al caer por la alcantarilla…

domingo, 23 de julio de 2017

Los siete niños de Écija



Es muy frecuente asociar la palabra bandolero con la idea de salteadores de caminos que hacían de las suyas en la zona de Sierra Morena y somos muchos a los que nos viene a la cabeza la imagen del mítico personaje de televisión Curro Jiménez, quien encarnaba todas las bondades, y evidentemente maldades, de estos populares forajidos.

Aunque el bandolerismo en España puede situar su origen hacia finales del siglo XIV, y éstos han campado a lo largo y ancho de toda la geografía española, bien es sabido que la época de mayor esplendor y actividad de esas bandas rurales se encuentra durante las dos primeras décadas del siglo XIX, siendo el principal de sus objetivos los intereses franceses en Andalucía durante el periodo de la España napoleónica.

Pero en un principio muchos de ellos no eran simples asalta caminos, sino que la mayoría pertenecían a guerrillas patrióticas que luchaban contra los galos, con la intención de expulsarlos del país. Una vez finalizada la Guerra de la Independencia, y restaurada la monarquía absolutista de Fernando VII, un gran número de integrantes de esas cuadrillas quedaron proscritos y perseguidos por la ley, convirtiéndose en temidos bandoleros que, entonces sí, se centraron en robar y asaltar a todo aquel que transitaba por los montes y caminos.

Una de las bandas más famosas fue la bautizada como ‘los siete niños de Écija’ y la peculiaridad que tenían estos bandoleros es que no se trataba en realidad de niños, como es de suponer, aunque sí que la mayoría de los integrantes se unieron a esta cuadrilla siendo relativamente jóvenes.

Se movían por los alrededores de la población de Écija y durante sus años de actividad llegaron a controlar por completo todo el tránsito de la carretera principal que unía Sevilla con Córdoba.

A la hora de asaltar o atacar un objetivo siempre lo hacían siete miembros de la banda, aunque en realidad el grupo estaba compuesto por muchos más integrantes. Cada vez que alguno de ellos era detenido, herido o moría, otro bandolero lo suplía, por lo que siempre había siete componentes.

No todos los integrantes eran antiguos miembros de las guerrillas patrióticas, sino que la banda era una amalgama de personajes cuyos orígenes y motivos por los que estaban allí eran muy diversos, aunque la mayoría terminaban uniéndose tras haber cometido algún delito de sangre.

Uno de sus componentes más conocidos fue José Ulloa ‘Tragabuches’, un famoso torero en su época que tuvo que refugiarse en los montes al huir de las autoridades tras asesinar a su compañera sentimental y al amante de esta.

Otro peculiar bandolero fue Fray Antonio de Legama, un sacerdote que se unió a la guerrilla contra los franceses y que tras la marcha decidió continuar su vida como forajido, convirtiéndose en uno de sus miembros más activos.

La nobleza también tuvo un destacado representante entre los bandoleros: Francisco Huertas, miembro de una aristocrática familia que decidió echarse al monte y unirse a una partida de forajidos. Algunas fuentes señalan que, a pesar de haber nacido en Écija, Francisco Huertas no perteneció a la banda de los siete niños. Una peculiaridad sobre este ‘noble’ bandolero es que, tras ser ejecutado, a su entierro acudieron los más insignes hombres e importantes autoridades de la época.

Múltiples son las crónicas que hablan de un personaje llamado ‘Juan Palomo’ y que lo sitúan como uno de los cabecillas de la temida cuadrilla de bandoleros ‘los siete niños de Écija’. Alrededor del mismo han nacido docenas de leyendas e historias orales, por lo que no se sabe a ciencia cierta qué cosas son verdad y cuáles forman parte del mito en todo lo que tiene relación con él. Entre lo mucho que se ha escrito, hay quien asegura que la famosa expresión ‘Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como’ nació a raíz de este bandolero y de su particular egoísmo a la hora de querer repartir parte de los botines.

Todo parece indicar que el final de los siete niños de Écija como cuadrilla de bandoleros se produjo en el año 1818, en el que tras una importante abatida pudieron dar con casi todos los miembros, fueron juzgados y los ajusticiaron (la mayoría murieron en el garrote vil). Tras el duro golpe al núcleo central de la banda, el resto de componentes que pudieron salvar sus vidas huyeron hacia otros puntos y continuaron sus actividades en otras cuadrillas, quedando disuelta definitivamente la de ‘los siete niños de Écija’.

Muchísimo se ha escrito sobre estos peculiares personajes que se hicieron inmensamente famosos en la cultura popular. Múltiples son las coplillas que se cantaban en las que se relataban las aventuras de los siete niños de Écija, entre ellas una famosa canción ‘Coplas de los siete niños’ que popularizó Concha Piquer y que años más tardes se hizo todavía más famosa en la versión de Encarnita Polo y su ‘Paco, Paco, Paco’.



miércoles, 19 de julio de 2017

Leyenda de el Conde Arnau



De la poza conocida como el Gorg dels Banyuts cuentan que cada noche, entre las diez y las doce, sale del infierno el fantasma del conde Arnau. A lomos de su caballo negro, rodeado de fuego y acompañado de una jauría infernal, se lanza a una cacería nocturna por las tierras de Gombrén, Ripoll, Montgrony y Mataplana, en la comarca del Ripollés (Gerona). El canto de un gallo negro en la roca escarpada llamada Crest del Gall avisa al diabólico conde de que su peculiar recreo acaba y debe regresar al averno. «Solo le perdonaron dos horas al día», apunta Pau Ortiz, guía de la asociación de educación ambiental Alt-Ter, que muestra a los visitantes los parajes vinculados a la leyenda del conde Arnau.

Este mítico señor feudal, cuya ambición y lujuria no tenía límite, dominó aquellas tierras con puño de hierro. «Saqueaba pueblos y castillos, esquilmaba a sus vasallos y a quienes se resistían los ahorcaba y dejaba colgados de las almenas de su castillo», además de perseguir a las campesinas más jóvenes y bellas, a las que llevaba a castillo de Blancafort «para que le sirvieran como esclavas y satisfacieran todos sus antojos», según el relato que recoge Luis Díaz Viana en «Leyendas Populares de España».

«Existió un Arnau de Mataplana, conde de Pallars, en el siglo XIV que coincide con el personaje legendario», explica Pau Ortiz. El conde Arnau real «parece ser que era muy mujeriego y abusaba del derecho de pernada» por el que podía acostarse con cualquier doncella de su feudo antes de que contrajera matrimonio con alguno de sus siervos. Como muchos de aquellos señores feudales del siglo XIV, practicó los Malos Usos que permitían el maltrato a sus vasallos, y debió de emplearse a fondo ya que aún se le recordaba doscientos años después, cuando su leyenda apareció como canción popular. Manuel Mila i Fontanals la recogió en sus Observaciones sobre la poesía popular en 1853.

«Todos aplicaron los malos usos, pero la gente tiende a abreviar, de forma que en el conde Arnau se identificó a todos los malos señores», considera Ortiz.

Al señor de Mataplana se le creía condenado a vagar eternamente por no pagar a sus vasallos por los 144 escalones tallados en la roca que llevan hasta la iglesia de San Pedro (Sant Pere) de Montgrony. «Probablemente fueron talladas en el siglo VIII o IX como acceso al castillo que construyeron allí los carolingios y del que solo queda hoy la iglesia», explica el guía de la zona. Con el tiempo, una vez desaparecido el castillo, la gente del lugar comenzó a relacionarlos con el conde Arnau ya que, comenta irónico Ortiz, «si tienes un diablo a mano, o un personaje así, la culpa seguro que es suya».

Sacrilegio

Su figura, evocada con rasgos diabólicos, se asoció con otro hecho que caló profundamente en la región. En el año 1017 fueron expulsadas las monjas del convento de San Juan de las Abadesas por orden del Papa debido a la supuesta vida díscola de la comunidad, aunque el motivo real fuera la ambición del conde de Besalú, Bernardo Tallaferro, por anexionarse las tierras controladas por la abadía. La carga que aparecía en la bula de Benedicto VI «las acusaba de ser "meretrices de Venus", es decir, prostitutas», apunta Ortiz.

Las historias del conde Arnau y la bula papal acabaron uniéndose en la más famosa de las leyendas del conde Arnau, pese al salto en el tiempo de tres siglos existente entre una y otra. Así fue cómo comenzó a decirse que desde la profunda sima de Forat de Sant Ou, otra puerta al infierno del conde Arnau, existía un túnel de 20 kilómetros que conectaba en línea recta con el convento de San Juan de las Abadesas, con salida en el pozo del claustro.

«La leyenda no hablaba en principio de ninguna abadesa, pero los poetas de la Renaixença añadieron más carne al asador señalando a la abadesa Adelaisa como la elegida por el conde Arnau», explica el guía de la ruta del conde Arnau.

Algunas versiones de la leyenda dicen que Adelaisa murió por los sufrimientos que le causaba la persecución del conde, otras que se convirtió en cierva hasta que Arnau le dio muerte, las hay que señalan que la monja cedió a las pretensiones del conde y ambos murieron en una cacería nocturna y otras, que Arnau la persiguió a caballo durante toda una noche hasta que los perros se revolvieron contra él, dándole muerte. Así explican por qué supuestamente se aparece a la caza.

Otros relatos apuntan a que cayó al infierno arrastrado por un diablo en el Gorg dels Banyuts y que fue condenado a su cacería nocturna por haber abandonado una misa en la iglesia de San Lorenzo (Sant Llorenç) de Campdevànol al oír los ladridos de sus perros de caza. Incluso se dice que no llegó a morir porque se había hecho con una espada que lo hacía invencible, así como con una bolsa de monedas que no se terminaba o un objeto mágico por el que las mujeres caían rendidas a sus pies...

Joan Maragall, que veraneaba en San Juan de las Abadesas, investigó durante una década esta leyenda y dibujó en su obra a un conde Arnau que finalmente se salva gracias a una inocente muchacha. Su poema en tres partes popularizó las historias de este mítico señor feudal del que también se ocuparon Jacint Verdaguer, Josep Romeu i Figueras o Josep Maria de Sagarra y que aparece en la tradición más erudita casi como un héroe nacional.

De diablo a héroe

Hay versiones que señalan al conde Arnau como uno de los Nueve Barones de la Fama que reconquistaron los territorios a los sarracenos, según esta leyenda propagada por las más importantes familias nobles para prestigiar sus alcurnias.

«Mientras los miembros de la tradición oral enfatizan los rasgos diabólicos de la personalidad en Arnau de Mataplana, la tradición escrita intenta justificar, en función de un contexto histórico concreto -el feudal- los rasgos despóticos del protagonista, viéndole no sólo como un déspota, sino también como un héroe nacionalista y libertador de su pueblo», explicó Joan Prat en 1994 y recoge Luis Díaz en su obra sobre las leyendas españolas.

El antropólogo del CSIC recuerda que «aunque en las sagas vikingas -por ejemplo- el cazador nocturno suele identificarse con el diablo, en algunas variaciones de la leyenda artúrica será el rey-héroe quien se convierta en cazador eterno». Y es que, concluye, «las leyendas de personajes como Arnau y Arturo hablan de un tiempo que, por remoto, admite la reconstrucción más mítica y fantástica de ciertas identidades».

sábado, 15 de julio de 2017

El Silbón



El Silbón es un personaje legendario de Venezuela, especialmente de Los Llanos, descrito como un alma en pena. La leyenda del Silbón surgió a mediados del siglo XIX.

Según la leyenda, consiste en el fantasma de un joven que asesinó a su padre y lo destripó por haber asesinado a su esposa diciendo que era una "mujerzuela" y que se lo había buscado. Tras este hecho, su abuelo mandó a atar al joven a un poste en el medio del campo, a destruirle la espalda a latigazos, que sus heridas fueran lavadas con aguardiente, y a liberarlo junto a dos perros hambrientos y rabiosos. Antes de liberarlo su abuelo lo maldijo y condenó a portar los huesos de su padre por toda la eternidad. ​

Tiene un silbido característico que se asemeja a las notas musicales do, re, mi, fa, sol, la, si, en ese mismo orden, subiendo el tono hasta fa y luego bajando hasta la nota si. Se dice que cuando su silbido se escucha muy cerca no hay peligro, ya que el Silbón está lejos, pero si se escucha de lejos significa que está muy cerca. También se dice que escuchar su silbido es presagio de la propia muerte. Puede estar en cualquier sitio en cualquier hora. Tal parece que si se siente el silbido de lejos lo único que puede salvar a la persona es el ladrido de un perro, ya que es lo único que le aterra, un ají o un látigo. El ánima suele vengarse de los hombres mujeriegos.

Leyenda

Muchos habitantes de los llanos cuentan haberlo visto sobre todo en verano, época en que la sabana venezolana arde bajo el rigor de la sequía y el Silbón se sienta en los troncos de los árboles y recoge polvo en sus manos. Pero es principalmente en los tiempos de humedad y lluvia cuando el espectro vaga hambriento de muerte y ávido por castigar a borrachos, mujeriegos y de vez en cuando a una víctima inocente. Cuentan que les succiona el ombligo a los borrachos cuando los encuentra solos en el llano para beber el aguardiente que ellos ingirieron, y que a los mujeriegos los despedaza, les quita los huesos y los mete al saco donde guarda los restos de su padre.​

Dicen que luce como un gigante alargado de seis metros que camina moviéndose entre las copas de los árboles mientras emite su escalofriante silbido y hace crujir, dentro de su viejo y harapiento saco, los pálidos huesos de su desafortunado padre o, algunos afirman de sus múltiples víctimas. Otras dicen que se presenta como la sombra de un hombre alto, flaco y con sombrero, sobre todo a los borrachos.

Cuentan que, el Silbón puede aparecerse cerca de una casa ciertas noches, dejando en el suelo el saco y poniéndose a contar los huesos uno a uno. Si una o más personas lo escuchan, no pasará nada, pero si nadie lo escucha, al amanecer un miembro de la familia de la casa ya nunca se despertará (morirá al amanecer).

martes, 4 de julio de 2017

El Collar de la Encantada



En la Murcia visigoda vivía una joven condesa llamada Ordelina, prometida desde niña al noble Sigiberto según los dictados de su padre. Sucedió que el padre de la doncella murió poco antes de que se celebrase la boda, con lo que la heredera, viéndose libre del compromiso contraído con Sigiberto, decidió casarse con su rival. La ceremonia se celebró la víspera de San Juan, aún recientes los funerales del padre. Y estaban a punto de consumar la unión en esa noche mágica cuando el espíritu furioso del padre se les apareció, y reprochándole a su hija la traición y la impaciencia para celebrar su boda, arrancó su alma del cuerpo en brazos de su esposo, quien se encontró abrazando a un cadáver.

El alma encantada de la doncella fue recluida, junto con sus joyas y sus pertenencias, al lugar conocido como Benamor, en una caverna escondida tras un peñasco de donde solo podría salir unas horas, siempre en la noche de San Juan. Y ahí la dejó, custodiada por un enorme esclavo fantasmal.

Durante muchas generaciones, siempre hubo alguien que decía haberla visto deambular por los alrededores de su cárcel eterna, como un espectro que se paseaba cubierto de joyas, arrullado por el murmullo del agua que manaba de una fuente cercana, siempre en la noche de San Juan, siempre desapareciendo apenas llegaban las primeras luces del alba. Y aunque el espectro jamás mostró animosidad hacia nadie, pocos se atrevían a acercarse al lugar maldito.

Pasaron años, siglos, conquistadores que iban y se marchaban de Murcia. Y así, cuentan que en el siglo XV de nuevo otra joven de singular belleza habitó las cercanías de Benamor. Hija del comendador de la villa, siendo tan hermosa como era, no eran pocos sus pretendientes, a los que ella no tomaba demasiado en serio y con los que jugaba, caprichosa y consciente de sus encantos.

El más constante de ellos, don Pedro López de Villora, decidió poco antes de San Juan pedirle que definiera de una vez sus intenciones. Y ella no tuvo mejor idea que pedirle que le trajera el collar de perlas que se decía que lucía el espíritu de la dama de Benamor cuando paseaba las noches de San Juan, en prueba de su amor.

Pero don Pedro era un valiente guerrero, que no podía amedrentarse y mucho menos tratándose del espíritu de una doncella que, a buen seguro, ningún daño podía hacerle. Así que acudió en la fecha señalada a los alrededores de la cueva maldita, de donde, en efecto, vio salir casi flotando a una dama pálida, lánguida... aunque sin la joya preciada en su cuello. Se acercó entonces a ella y le habló de cómo necesitaba su collar para alcanzar el amor soñado, mientras la muchacha espectral le miraba, entre divertida, entristecida y sorprendida por la valentía -y la impertinencia- del muchacho.

Habiendo escuchado la historia, ella volvió sobre sus pasos y entró en la cueva seguida del caballero, descendieron por unas escalinatas labradas en la misma piedra y llegaron a una puerta que la mujer golpeó suavemente. La abrió el fantasma negro que llevaba guardando a la mujer todos estos años, pero se mantuvo quieto, a la espera. Y mientras don Pedro empezaba a sudar y a temblar ante la presencia del peligroso ser con el que no había contado, la mujer entró en la sala, abrió un cofre y sacó de él el collar que le había pedido, dejándolo en sus manos. Pero entonces el guardián espectral susurró con una voz gélida que parecía introducirse directamente en uno, más allá de los huesos, que nada de cuanto en ese lugar se hallaba podría volver jamás al mundo de los vivos. Don Pedro, nervioso y frustrado por estar tan cerca de su objetivo, lanzó una estocada con su espada al lugar donde debiera haberse encontrado el corazón de la figura... para verse envuelto al instante en una nube oscura de humo que le asfixiaba. Lo último que oyó fue el llanto suave de la mujer espectral.

A la mañana siguiente unos pastores encontraron el cuerpo del joven enamorado muerto y sin ninguna señal de violencia, y lo llevaron al pueblo. Y nuestra caprichosa protagonista, sabiéndose responsable de haber llevado a la muerte a don Pedro, quedó al instante muda de por vida.

Cuentan aún que en la noche de San Juan sigue paseándose la dama de Benamor... pero hace tiempo ya que nadie ha vuelto a intentar hacerse con ninguno de los tesoros que se ocultan en su morada. Saben que son solo para el disfrute de los muertos.