sábado, 29 de octubre de 2016

El infierno de Junko Furuta



Junko Furuta, una típica estudiante de secundaria japonesa de 16 años, había sido secuestrada por cuatro de sus compañeros apenas uno ó dos años mayores que ella, y llevada a la casa de uno de estos. El líder del grupo y un miembro de la temible mafia Yakuza la amenazó con una afilada navaja y su destino quedó sellado ese día.

—Papá, mamá, no me busquen. He decidido escaparme de casa. Estaré bien…


—le decía Junko a sus padres por teléfono, obligada a hacerlo por sus secuestradores como una estrategia para que no la buscaran. Su madre reaccionó airada y perpleja del otro lado del teléfono y Junko se sintió tentada a decirle la verdad, pero el cuchillo en el cuello la disuadió.
—Adiós mamá —dijo casi llorando—
te… te amo…
Sus captores colgaron el teléfono.
—¡Muy bien! —dijo Miyano Hiroshi, el líder— ¡Eres tremenda actriz! Veremos si eres tan buena en la cama…
Dicho esto tomó a la niña y la lanzó contra el colchón del lecho más próximo. A pesar de la resistencia de la chica, le arrancó la ropa, le removió violentamente sus bragas, se desabrochó el cinturón y desfloró a la niña. Su pene le desgarró sangrientamente el himen en medio de las súplicas, quejidos y lágrimas de la joven. Una vez que se satisfizo con el orgasmo, se retiró sonriente.


Sus cómplices estaban enardecidos por aquello. Uno a uno se lanzaron sobre Junko y la violaron. Luego la giraron boca abajo e introdujeron sus penes por aquel ano tan virginal como hasta hace poco era la vagina sumiéndola en estrepitosos alaridos y en un temblor convulsivo.

Miyano, Jo, Mirato y Watanabe, los raptores de Junko, estaban muy satisfechos y fumaban complacidos contemplando su obra. Los padres de Watanabe escucharon el llanto de la niña y estaban temerosos de las implicaciones, pero Miyano les aseguró que, de delatarlo, haría que sus compinches en la mafia los mataran, así que desistieron de la idea.

Los cuatro adolescentes se ubicaron en el sótano donde colocaron unas colchonetas, un sofá y algunos otros muebles sin importancia. Las esperanzas de Junko de que, una vez violada, la dejaran ir se desvanecieron. Aquello iba para rato.


Durante dos ó tres días no hubo que no le hicieron a Junko. Le abrieron la boca para que les chupara las vergas, la violaban a veces de dos en dos —uno por la boca y otro por la vagina— ó hasta de tres —agregándose un tercero al ano—. Finalmente la violaron los cuatro al mismo tiempo cuando un cuarto usó sus pechos para masturbarse mientras el resto disfrutaba de sus orificios naturales.

Así terminaba Junko el día, repleta de semen en la boca, el recto, la vagina y los pechos. Bañada en aquella sustancia pegajosa y además ensangrentada por las constantes vejaciones a su anatomía.


Aunque reacia al principio, Junko decidió que era mejor ser sumisa, para evitar la ira de sus secuestradores, así que los complació en todo lo que le pidieron. Si le decían que se masturbara, lo hacía. Si la querían degradar ordenándole que bebiera orina ó masticara cucarachas, obedecía (aún cuando esto la hacía vomitar). Si los cuatro orinaban sobre ella, si le tomaban fotos desnuda para humillarla y amenazaban con difundirlas, etc., resistía. En general, cumplía todas las indicaciones por perversas que fueran. Pero esto, lejos de aplacar a los muchachos, enardeció su sadismo.

La ataron al techo y la usaron como saco de boxeo. Cuando se cansaron de la paliza que le propinaban con sus propias manos, tomaron los palos de golf del padre de Watanabe y comenzaron a azotarla con ellos. Posteriormente le clavaron agujas en los pezones. Luego la soltaron, tirándola sobre el piso y le quebraron los dedos de la mano derecha a punta de pisotones y le aplastaron la cara varias veces contra el suelo.

Junko emitió un gemido agónico y se desmayó del dolor.


Cuando Junko despertó
tenía a un desconocido encima de ella. Expedía un hedor pestilente a licor y suciedad y vestía harapos. Se trataba de un indigente y la estaba violando. Cuando el tipo finalizó su coito con el correspondiente orgasmo, otro lo sustituyó.

Un yen tuvieron que pagar los dos mendigos para violarla. Los muchachos les hicieron la oferta mientras ambos vagos registraban los basureros del vecindario. Descubrieron que aquello era buen negocio y corrieron la voz entre sus compañeros de colegio, los amigos criminales de Miyano y los marineros que trabajaban en el puerto. En el transcurso de unos cuantos días tantos hombres habían abusado de Junko que perdieron la cuenta, aunque en el juicio se dice que fue violada al menos quinientas veces por más de cien hombres, a veces hasta doce un mismo día.


La agotada joven estaba al borde de la locura. La habían violado masivamente de tantas y tan diversas formas… ¡tenía que escapar!
Aprovechando que su “cliente” de momento era un borracho que se había quedado dormido, se levantó de la cama y subió las escaleras sigilosamente. ¡El teléfono estaba muy cerca! ¡Casi lo tomaba…! ¡Podría llamar a la policía!
—¿Qué crees que estás haciendo, zorra? —preguntó Miyano aproximándosele y le arrebató la bocina de las manos para luego golpearla con ella. Ahora sí la pagaría caro…
—¡AAAAAAGGGGGHHHHH! ¡YA! ¡YA NO MÁS! ¡LO SIENTO! ¡LO SIENTO! ¡NO VOLVERÁ A PASAR! ¡POR FAVOR BASTA! ¡NO MÁS! —gritaba desesperada mientras le arrancaban el pezón derecho con un alicate. En Miyano había una mirada de profundo sadismo. Junko estaba atada a la cama con los brazos encadenados al respaldar mientras le desgarraban la carne del pecho. Luego de esto, Miyano se rió mientras observaba el pedazo de pezón en su alicate ensangrentado.

Tras esto, Miyano encendió un cigarro, como si estuviera gozando sexualmente de aquello, pero en realidad no pretendía fumárselo como descubrió Junko cuando se lo colocó en la piel. Ella exclamó nuevos gritos, pero Miyano estaba poseído por una saña febril y se decantó por quemarla con cigarros, velas y con fósforos en el área genital, hasta casi extirparle el clítoris.


—Tengo una idea —dijo Miyato y trajo unas pesadas mancuernas que usaba para ejercitarse— apártate…
—Po… por fa… favor… ya… ya… basta… —clamó ella con un hilo de voz temblando por las torturas tan horribles que había padecido, pero su victimario la ignoró y dejó caer la pesa sobre su estómago lesionándole gravemente.
Ella no pudo gritar, pues perdió todo el aire, pero el dolor era insoportable. Los cuatro captores se carcajearon, luego retomaron el asunto dejándole caer nuevamente las mancuernas al menos una docena de veces.
Miyano ordenó que le ataran los brazos a la espalda, desnuda como estaba, y la colocaron boca abajo y luego dijo:
—Vamos a hacer algunos experimentos. ¿Qué cosas cabrán por esa panocha tan sabrosa?
—¡No, por favor! —suplicó ella, inútilmente— ¡Se los ruego! ¡Por favor! ¡NO! ¡AAAAGGGHHH!
Miyano empezó violándola con una botella y sus compinches se carcajearon.
—¡Prueba con esto, Miyano! —dijo Watanabe y le pasó unas tijeras.
—¡NOOOO! ¡AAAAHHHH!
—¿Qué tal esto? —sugirió Miyato lanzándole unas afiladas pinzas para pollo, y Miyano hizo la prueba, nuevamente entraba bien.
—Ahora esto —dijo Jo y le entregó una lámpara de vidrio encendida que estaba caliente. El objeto incandescente penetró por la vagina de la mujer quemándola y provocándole un dolor tan punzante que no pudo ni siquiera gritar. La lámpara, además, se quebró adentro incrustándosele los vidrios en carne.


—Creo que todavía le caben cosas más grandes…
—¡Basta! ¡Por favor! —rogó ella, luego exclamó más alaridos cuando le introdujeron una varilla metálica que usaban para sostener una cortina.
—¡Se me acaba de ocurrir una idea! —aseguró Jo y subió hasta la alacena de la casa donde recordaba haber visto algo. Regresó con cohetes de fuegos artificiales y fósforos.
—¡NOOOOO! —clamó Junko— ¡Se los ruego! ¡Tengan piedad de mí!
Pero por respuesta a sus súplicas sólo obtuvo burlas y risas. Jo colocó el cohete en su ano y encendió la mecha. Esta se consumió lentamente y finalmente estalló despedazándole el área rectal y quemándole las nalgas.
Junko emitió un ensordecedor alarido. Los chicos repitieron el experimento una vez más, y otra y otra, hasta que la vagina de Junko fue transformada en una masa ensangrentada y molida. Estaba prácticamente desfigurada.
—¡Mátenme! —dijo Junko respirando entrecortadamente— ¡Mátenme de una vez! ¡Por favor! ¡Mátenme!


Pero todavía no pensaban liberarla de su dolor…
¿Por qué abría sufrido tanto dolor aquella infortunada muchacha?
No era el hecho de que hubiera sido violada y asesinada —algo que ha ocurrido a muchísimas mujeres a lo largo de la historia— sino que fue violada cientos de veces por una multitud de hombres diferentes, la torturaron y degradaron en todas las formas posibles hasta hacerla anhelar la muerte. Junko literalmente debe haber deseado nunca haber nacido. El dolor que sufrió a lo largo de cuarenta y cuatro amargos e infernales días es inimaginable. Pocos crímenes son tan atroces… aunque los ha habido…

El caso de Junko recuerda otros muchos. En la antigua Roma, por ejemplo, el emperador Tiberio ordenó la muerte de la adolescente Junilla, hija de su enemigo —también ejecutado— Sejano. Como era inaudito que una virgen fuera ejecutada, Tinerio ordenó al verdugo violarla antes.


Los romanos acostumbran hacer que diversas fieras, como leones, tigres y osos, violaran a las mujeres esclavas frente a las muchedumbres en el Coliseo, las cuales eran ultrajadas por estas bestias antes de ser devoradas por las mismas.

La filósofa romana Hipatia de Alejandría, brillante matemática, científica y pensadora del siglo V, considerada una de las mujeres más bellas de su tiempo, fue atrapada por una enfurecida turba de fanáticos cristianos que la desnudaron, la arrastraron así por las calles de Alejandría, para luego violarla y arrancarle la carne de los huesos con ostras afiladas.


Juana de Arco fue arrestada y llevada a Inglaterra donde, en los calabozos de la Inquisición, fue violada, torturada y luego quemada viva siendo tan sólo una adolescente.

La heroína indígena boliviana Bartolina Sisa, quien lideró una revuelta contra los españoles en el período colonial, fue traicionada por sus hombres y enviada a un calabozo donde la valerosa guerrera fue torturada, violada y luego humillada públicamente —siendo obligada a cabalgar desnuda mientras la gente de la ciudad la escupía y apedreaba— para luego ser ejecutada por las autoridades hispanas.

Realmente a lo largo de la historia muchas mujeres han sufrido el destino terrible de ser torturadas, violadas y asesinadas, en muchos casos siendo dulces adolescentes. Pero de todas, quizás, una de las que padeció el peor de los sufrimientos fue sin duda la japonesa Junko Furuta en 1988…


La puerta del refrigerador se abrió. En su interior estaba Junko, aún viva pero presa de tremores epilépticos por el frío. Era una tortura que usaban habitualmente. Se había orinado y defecado en aquel lugar pues, después de la forma en que despedazaron su ano y vagina, Junko no podía controlar sus esfínteres. Además, le tomaba casi una hora subir las escaleras para ir al baño pues tenía el cuerpo demasiado herido.

Su ojo izquierdo había sido cerrado por la quemadura de una vela, así que miró a sus captores con el único ojo que todavía podía usar. No sabía lo que ellos pretendían y, a ese punto, no le importaba. Cansados de ella, los torturadores de Junko la colocaron sobre el césped de la casa y la llenaron de gasolina, para luego prenderle fuego. Ella emitió alaridos con sus últimas fuerzas, pero la dosis de combustible no fue suficiente para matarla. Permaneció agonizando quejumbrosamente durante horas hasta que las dolorosas quemaduras finalmente le provocaron la muerte.


Aunque escondieron su cadáver en cemento y luego se deshicieron de él, el cuerpo de Junko y las evidencias de lo sucedido fueron hallados por la policía y esta dio con el arresto de los responsables.

Los cuatro perpetradores fueron condenados por secuestro y por lesiones graves que provocan la muerte. No fueron condenados por violación ya que Junko había sido violada tan repetidamente y por tantas personas que resultaba imposible tomar evidencias fiables de ADN. Tampoco de se les condenó por homicidio premeditado ni por tortura. Sus victimarios pasaron unos cuantos años en prisión, salieron, se casaron, tuvieron hijos, rehicieron sus vidas sin problemas. Tuvieron existencias plenas y dichosas.


Pero, quizás lo más tétrico del caso, es que ellos mismos admitieron que una centena de personas conocía de la situación de Junko Furuta, incluyendo los dueños de la casa donde estaba prisionera y las muchas personas que la violaron. Este tipo de eventos tan monstruosos nos permite darle un vistazo a la sociedad humana y su incalculable perversidad…



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