Cuentan que un viejo sepulturero, allá por el siglo XIX, escuchó un lejano tintineo mientras hacía su ronda nocturna por el cementerio del pueblo.
El hombre, sin inmutarse lo más mínimo, avanzó con su ligero renqueo siguiendo los tañidos, que cada vez se tornaban más insistentes, hasta llegar a una gran lápida de piedra con una pequeña campana en la parte de arriba. Era esa campana la que sonaba estrepitosamente.
Y es que en aquel entonces estaba muy arraigado el temor a ser enterrado vivo. Existían enfermedades, como la catalepsia, que reducían al mínimo las constantes vitales y hacían que los que padecían un ataque presentasen los síntomas de un cadáver, con la consiguiente sepultura. Era frecuente exhumar una tumba y que el nicho estuviese lleno de arañazos, así como que el rostro de su ocupante estuviese contraído en una grotesca mueca de horror.
Para prevenir este triste final, se colocaba un fino tubo que comunicaba el ataúd con el exterior, y por él se pasaba la cuerda de una campanita. Si el muerto llegase a "resucitar", podría dar el aviso.
Con este pensamiento en la cabeza, el sepulturero, que era viejo en el oficio y había vivido esta clase de cosas, se agachó y masculló:
-¡Oye! ¡El que está ahí abajo! ¿Cuál es tu nombre?
Al instante, la campanita se acalló y de lo más hondo de la tierra surgió una fina voz.
-¡Sarah! ¡Sarah O'Bannon!
-Bien, Sarah -dijo el sepulturero con una calma mortal- aquí pone que fuiste enterrada el dieciséis de julio de 1852, ¿me equivoco?
La voz confirmó la fecha desde las profundidades. Entonces, el enterrador sonrió para sí mismo y dijo:
-¿Sabes cuál es el problema, Sarah? Estamos a doce de diciembre de 1852.
Al instante, la voz del ataúd calló.
-Seas lo que seas, estoy completamente seguro de que no eres Sarah. De modo que no vas a salir de ahí abajo.
Y el anciano se levantó pesadamente y se marchó con su ligera cojera, dejando atrás la fría tumba de piedra, que volvía a estar tan silenciosa como siempre.
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