Cómo sobrevivieron 26 niños enterrados vivos al secuestro
en grupo más grande de la historia de EE.UU.
El 15 de julio de 1976 amaneció soleado en California, un día perfecto, el penúltimo de la escuela de verano para los pequeños del colegio Dairyland, en Chowchilla. Tras acabar una jornada en la piscina, 26 niños se subieron al autobús de Edward Ray de regreso. Y entonces comenzó la pesadilla.
La escuela de verano de Dairyland era hasta entonces sinónimo de felicidad. Los pequeños acudían a pasárselo en grande con todo tipo de actividades: manualidades, artesanía en madera, cerámica y, sobre todo, juegos, muchos juegos con los que los pequeños, en edades comprendidas entre los 5 y 14 años, se entretenían en la época estival y más calurosa del año.
Porque en el área de Chowchilla, como en la mayoría de la zona de California, el verano puede ser muy duro en cuanto a las temperaturas. La pequeña ciudad fue fundada en 1923, ubicada en el condado de Madera, y hasta esa fatídica fecha había pasado como una zona más del extenso mapa de Estados Unidos. Al día siguiente su ubicación la conocía todo el país. Nunca, ni antes ni después, hubo un secuestro de estas características.
El día de los acontecimientos, Edward Ray, el conductor del autobús, revisó varias veces que todos los pequeños estuvieran dentro. Poco después comenzó el viaje de regreso, todo muy normal hasta que Ray llegó a la estrecha carretera de la Avenida 21. A lo lejos una camioneta parada estaba bloqueando el camino rural.
Ray detuvo el autobús escolar para ver si la camioneta aparentemente averiada necesitaba algo de ayuda, y aunque era una tarde típicamente calurosa de California, el hombre que se acercó corriendo hasta la puerta del autobús no era ninguna ilusión óptica causada por el calor. El tipo portaba varias armas y una media de nailon en la cabeza.
El conductor no lo pensó dos veces, no era el momento de hacerse el héroe con 26 niños bajo su responsabilidad, así que abrió la puerta y dejó pasar al extraño antes de que este disparara. Nada más entrar ordenó a Ed que se levantara y se moviera hacia la parte trasera del autobús. Algunos de los pequeños pensaban que todo era una broma y reían, mientras que otros se asustaron de inmediato.
Sin embargo, antes de que pudieran reaccionar, otros dos hombres enmascarados aparecieron y se subieron al autobús. Uno de los extraños tomó el volante y continuó conduciendo por la Avenida 21, mientras que otro se quedó mirando de frente a los chicos. El tercero se bajó y condujo la camioneta blanca que había obstaculizado el camino.
Después de unos minutos en carretera, el conductor detuvo el autobús en una zona desértica. La camioneta blanca retrocedió hasta la puerta de entrada del autobús y los hombres ordenaron a la mitad de los críos que pasaran al otro lado. Todas las ventanas en la parte trasera de la camioneta estaban cubiertas, es decir, allí solo había oscuridad, no entraba luz. La puerta trasera del vehículo estaba cerrada con llave desde el exterior, y lo único que percibió el grupo es que estaban en marcha de nuevo. Parecía claro que estaban ante un secuestro.
La camioneta blanca fue reemplazada rápidamente por un vehículo similar donde entró el grupo restante del autobús escolar. Cuando Ed se mudó del autobús a una de las camionetas, lo único que trató de hacer fue recordar con detalle a los hombres, las camionetas, la ubicación, cualquier cosa para retener algún hilo de lo que estaba aconteciendo. No sabía que le iba a deparar la macabra situación, pero quizás podría ayudar.
Era difícil saber cuánto tiempo pasaron los rehenes apiñados en las vehículos desprovisto de luz y prácticamente sin aire, aunque la mayoría ahora cree que pasaron algo más de 10 horas. Ed perdió la noción del tiempo por completo, algunos niños se durmieron en el trayecto y lo cierto es todos tuvieron una estimación diferente de la duración del viaje.
En realidad, las dos camionetas salieron de Chowchilla y condujeron a Livermore, una ciudad a más de 100 kilómetros al noroeste. Cuando llegaron al destino los pequeños estaban hambrientos, algunos se habían hecho sus necesidades encima durante el largo viaje, y por supuesto nadie sabía qué esperar cuando las camionetas finalmente se detuvieron.
Ed se convirtió en el primero en salir de uno de los vehículos. No podía ver dónde estaba, el paisaje era un páramo, y al momento se le ordenó que mencionara su nombre, se quitara los pantalones y las botas y bajara por una escalera que sobresalía del suelo, una que parecía conducir hacia algo parecido a una caverna.
Cuando se acercaba la tarde, los padres de algunos de los niños desaparecidos comenzaron a llamar a la escuela. Creyeron que el autobús se hubiera averiado en alguna parte, así que funcionarios condujeron siguiendo la ruta de Ed. Extrañados, no había pistas del autobús, no estaba estacionado a un lado de la carretera, ni lo habían llevado a reparar en algún mecánico local, tampoco estaba en el garaje donde solía acabar al final del día.
Muy pronto, en la escuela solo escuchaban las llamadas incesantes de los padres. Las primeras investigaciones de las autoridades determinaron que Ed había realizado con éxito parte del trayecto inicial y luego, en algún lugar a lo largo de la avenida 21, el autobús se había desvanecido sin dejar rastro.
No había tiempo que perder, antes de la llegada de la noche varios aviones sobrevolaron la zona en busca de alguna pista, a su vez, cientos de padres comenzaron a peinar toda la zona a pie.
De repente, una primera pista: alguien había dado con el autobús.
Al parecer, estaba cubierto con bambú y matorrales en una zona polvorienta a unos kilómetros al oeste de la ciudad. Sin embargo, la peor noticia para los padres estaba por llegar: el autobús estaba completamente vacío y no había señales ni de Ed ni de los chicos.
El FBI llegó esa misma noche a la zona. Era muy extraño, un autobús vacío, varios juegos de neumáticos que se alejaban del área, pero ni una sola huella, ni sangre u otros signos de violencia, ni siquiera un rastro de evidencias indicando que alguna de las 27 personas desaparecidas había estado en la zona.
Además, las labores de búsqueda tuvieron que detenerse debido a una tormenta: la lluvia y los vientos acabaron borrando casi por completo las posibilidades de encontrar evidencias después de que la tormenta amainó.
A la mañana siguiente, el 16 de julio, la noticia abría la mayoría de los periódicos y las televisiones.
Mientras, en algún punto desconocido no muy lejos de Chowchilla, Ed y los chicos estaban comenzando a tener problemas para respirar. El grupo no sabía muy bien donde estaba, pero era un espacio muy pequeño, una caja apretada que los mantenía cautivos.
En realidad, habían sido sepultados en una camioneta que a su vez estaba enterrada varios metros debajo de la superficie de la tierra. Habían entrado al vehículo a través de una abertura en una esquina del techo que se hundía y estaba cubierta por una malla de alambre.
Dentro había unos pocos colchones y somieres repartidos al azar y suministros de agua y comida limitados, todos colocados cerca de los agujeros que debían actuar como inodoros de lo más primitivos. Las pequeñas salidas de aire no disminuían lo más mínimo la sensación claustrofóbica de asfixia que se comprimía desde todos los lados.
Cada minuto parecía eterno, y los niños, la gran mayoría, no paraban de llorar. Algunas de las chicas mayores trataron de calmar y cuidar a los más pequeños, incluso sugirieron cantar en un esfuerzo por calmar el miedo que todos sentían. Después de aproximadamente 12 horas, y sin tener idea de cuándo o si serían liberados alguna vez, Ed y algunos de los chicos comenzaron a buscar una forma de escapar.
Amontonaron los colchones uno encima del otro de forma que pudieron trepar lo suficientemente alto como para alcanzar el lugar en el techo donde habían entrado en el camión horas antes. La tapa de metal parecía pesada e inamovible, pero descubrieron que podían moverla al encajar una viga de madera en un pequeño espacio donde la tapa no alcanzaba por completo el techo.
Finalmente lograron lo suficiente para que Ed pudiera alcanzar y bajar algo que estaba obstruyendo la tapa: dos enormes baterías industriales. Más tarde, y después de que la segunda batería fuera derribada en la oscuridad de la furgoneta, Ed y los muchachos tiraron el resto de los escombros que bloqueaban el acceso.
Así fue como se despejó una abertura lo suficientemente grande como para que uno de los niños más pequeños pasara. Sin saber qué o quién estaba en la parte, el crío ascendió con muchos nervios. Por suerte, no había nadie a la vista. Con su ayuda desde la parte, consiguieron agrandar la abertura.
Ed comenzó a hacer señales a los pequeños de que se mantuvieran en silencio y que fueran ascendiendo uno a uno, se aseguró de que todos subieran y bajaran de la camioneta enterrada y, después de 16 horas bajo tierra, el grupo comenzó a caminar hacia una luz a lo lejos, moviéndose tan rápido como podían sus cuerpos exhaustos.
¿Dónde demonios estaban? Resulta que los habían escondido en una cantera de piedra en Livermore, una propiedad de un hombre llamado Fred Woods. Dos de los trabajadores de la cantera, quienes no sabían del crimen o del hecho de que había 27 personas enterradas gritando a poca distancia de donde habían trabajado durante el día, levantaron la vista y divisaron al grupo desaliñado que acudía lentamente hacia ellos.
Así se ponía fin al secuestro en grupo más grande de la historia de Estados Unidos. Mientras los rehenes eran tratados por los servicios de emergencia, el FBI actuó rápido para dar caza a los criminales. Preguntaron a Ed y los chicos todo lo que sabían o vieron sobre el secuestro, los perpetradores, los vehículos involucrados o incluso la prisión subterránea.
La pista del dueño de la cantera resultó clave. El hijo, llamado también Fred Woods, había huido e ideado el plan junto a los hermanos Rick y Jim Schoenfeld. Los tres jóvenes tenían entre 20 y 30 años, vivían con sus padres en lujosas casas, y un día decidieron que lo mejor que podían hacer con sus vidas para darle algo de emoción era perpetrar un secuestro y pedir un dinero para el rescate.
14 días después del secuestro, los tres fugitivos fueron detenidos. Los jóvenes fueron condenados a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional, pena que se cambió en 1981 a cadena perpetua con la posibilidad de libertad condicional.
En cuanto a los pequeños, muchos de ellos desarrollaron un gran temor a los extraños, incluso en lugares relativamente seguros, como áreas públicas con mucha gente. Varios de los críos admitieron haber tomado medidas extremas ante situaciones tan normales como un golpe en la puerta de la entrada de sus casas, huyendo a un lugar donde sentían que podían esconderse.
Esos niños ahora tienen entre 40 y 50 años, muchos sufren de claustrofobia y dicen que el secuestro ha afectado incluso a sus propios hijos.
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