jueves, 22 de noviembre de 2018

El niño de Tordesillas



Resulta sorprendente constatar que no son pocas las personas que han asegurado haber visto alguna vez un ovni, luces misteriosas que provienen de algún ignoto rincón de la inmensa bóveda celeste, extrañas naves voladoras situadas por encima de las cabezas de la humanidad, una humanidad asustada, testigo de lo excepcional. Y nos preguntamos... ¿Qué serán? ¿Naves espaciales? ¿Otras especies que demuestran que no somos únicos en el mundo? ¿O se trata de cuerpos celestes en un viaje hacia el infinito? ¿O, simplemente, son alucinaciones?.

El caso que voy a relataros a continuación le ocurrió a un niño, que no sólo vio un objeto volador no identificado, sino que además sufrió sus ataques. Este suceso tan extraordinario como increíble fue dado a conocer en 2004 por Íker Jiménez en su programa “Cuarto Milenio”. En su emisión de la noche de un domingo de ese año, este conocido investigador de lo esotérico presentó en público a Martín Rodríguez Rodríguez, el “Niño de Tordesillas”, que, supuestamente, fue atacado por un ovni. El informe del caso aparece redactado en su libro Enigmas sin resolver, publicado por la editorial EDAF, de Madrid, ese mismo año.

El sorprendente acontecimiento ocurrió en la década de los setenta en Tordesillas, un pequeño pueblo de la provincia de Valladolid, y tuvo como escenario un lugar silencioso y apartado del entorno urbano. Martín, el hijo del churrero, de sólo siete años, fue testigo de un inaudito encuentro con lo sobrenatural, tan peligroso que casi le cuesta la vida. Ésta es la historia del niño de Tordesillas.

En 1977, exactamente el 1 de octubre, Martín Rodríguez, terminadas sus clases en el colegio, volvía a casa, ubicada en la calle de Valencia. Nada más llegar, deja su cartera, coge una rebanada de pan con crema de cacao y sale corriendo para jugar con sus amigos. El juego elegido para esta tarde es el bote de la malla, una especie de escondite, en el que sólo hay que preocuparse por buscar un buen escondrijo para que los otros no te encuentren...

Martín, junto con su inseparable amigo Fernando, corren como locos en busca de un escondrijo en el que no se les puedan encontrar. Corren tanto que se alejan de la barriada de San Vicente y acaban casi a las afueras del pueblo, en un viejo corral abandonado situado en la cuneta de la Nacional 122. Mientras caminan rodeando el muro de adobe que circundaba la construcción, Martín coge de manera instintiva una piedra del suelo y la lanza por encima. Inexplicablemente, un estruendo metálico que parecía provenir del otro lado del muro rompe el silencio que dominaba el descampado.

La curiosidad les puede y deciden aprovechar que la valla de la casa está derrumbada para entrar en ella. La luz de la tarde ya se había ido y la penumbra dominaba el lugar, el sitio estaba muy oscuro. Pero no era cuestión de abandonar ahora. Cada vez están más cerca del lugar en el que cayó la piedra.

Cuando cruzan el umbral de la vieja puerta, los pequeños pueden percibir que algo resplandece al fondo, junto a la pared: una misteriosa luz que ilumina esa parte del corral. Miran hacia arriba y su vista tropieza con un enorme objeto que parecía de metal, tremendamente luminoso y posado en sus tres patas, cuyo aspecto es parecido al de una viga, y estaba a sólo unos metros de ellos. De lo que parecía ser una nave emanan luces de muy diferentes colores, montando el conjunto una escena que causa en Fernando un miedo incontenible, mientras que a Martín lo deja fascinado.

La nave medía tres metros de altura por dos de ancho y emitía un sonido ensordecedor. El extraño aparato se componía de dos enormes escotillas, de las cuales irradiaban luces de color rosa y azul. En medio del aparato metálico se apreciaba una puerta cerrada. Martín y Fernando percibieron un denso humo blanco proveniente de un tubo que formaba parte de uno de los lados del aparato. Sus tres enormes patas, cuya estructura parecía un andamiaje en zig zag, eran lo suficientemente fuertes como para soportar todo el peso del aparato.

En ese mismo momento, el sonido emitido por la nave comienza a hacerse cada vez más agudo e intenso, y el crisol de luces que emite va cambiando, adquiriendo otros matices. El ovni se eleva sobre su eje y las potentes patas quedan flotando en el aire, dejando ver unos grandes pinchos que antes estaban bajo tierra. Los movimientos del artefacto parecen torpes.

Martín, un chico inquieto y nervioso, no puede evitar curiosear y averiguar de qué se trata y se aproxima al objeto. Rápidamente, salen de los adentros del aparato un potente haz de luces que va directo hacia el abdomen de Martín. No puede más, siente que le quema, que le abrasa, provocando en su cuerpo sudores, palidez en su cara y tal pérdida de audición que le es imposible oír los gritos de su amigo Fernando, que se sentía impotente ante lo que estaba sucediendo.

El haz luminoso seguía apuntando a Martín, que, con sus pupilas ya dilatas, acaba por desplomarse al suelo como un fardo. En ese preciso instante, el destello luminoso cesa, la emanación acaba y el artilugio inicia un vertiginoso ascenso hacia el estrellado firmamento hasta dejar de verse. En la escena sólo quedan Martín, inconsciente en el suelo, y Fernando, aterrorizado.

Pocos minutos después, acude Fernando en busca de ayuda al barrio. Inmediatamente, algunos vecinos van al corral para rescatar a Martín. Cogen en brazos al pequeño y lo llevan a su casa. Antonio Rodríguez, padre de Martín, se encontraba en esos momentos poniendo unos azulejos en la vivienda cuando se percata de que varias personas traen a sus hijo en brazos y se teme lo peor.

Fernando, aún estremecido por el acontecimiento, narra al padre de Martín lo sucedido. Pero Antonio sospecha que la historia es fruto de la imaginación del niño y supone que lo más probable es que hubiesen hecho alguna travesura que culminó con un final así. No le creyó; sin embargo, en su cabeza cobra forma la sospecha de que aquel estado de inconsciencia en que se hallaba su hijo no podía ser casual.

Entonces, acompañado de un amigo suyo llamado Eloy, Antonio va en busca de indicios que le pongan sobre alguna pista de lo que pudo motivar el estado de su hijo. Examinan el lugar, pero no encuentran nada que dé sentido a lo ocurrido. De repente, ven una señal que empieza a dar credibilidad a lo relatado por Fernando. En el suelo, pueden percibir un trozo de tierra abrasada, con forma de una extraña figura triangular. Ambos recogen muestras de esa tierra y deciden pedirle opinión a un minero amigo de la familia, llamado Olegario García Vega, que se entrega al análisis de la muestra. El resultado es anormal, los restos de tierra olían a azufre. Era indiscutible que algo alarmante les había sucedido a los niños en el antiguo corral.

Martín es tratado por los médicos de Tordesillas desde el primer momento. Consiguen estabilizarlo, pero como no logran encontrar los motivos de su continuo malestar, deciden su traslado e ingreso en el hospital Onésimo Redondo, de Valladolid.

Después del extraño suceso, Martín presenta un cuadro patológico que es motivo de sorpresa entre los facultativos: sufre frecuentes pérdidas de visión, tiene vómitos a menudo y presenta una fuerte debilidad.

Al comprobarse que la gravedad del niño persiste y que no experimenta mejoría alguna, el doctor Martínez Portillo decide someterlo a una primera intervención quirúrgica, que culmina con el diagnóstico del mal estado del pequeño: algunas partes de su cerebro presentaban un desarrollo anómalo, compatible con las disfunciones que venía el niño.

En los dos años siguientes, Martín fue sometido a catorce intervenciones de extrema gravedad, que han dejado, tanto la cabeza como el cuerpo del muchacho, innumerables cicatrices y costuras, todas ellas aparejadas de secuelas irreparables. Cabe mencionar que se le tuvieron que implantar diversas válvulas artificiales para realizar las funciones vitales, que no podía realizar con normalidad. Tras estas intervenciones, Martín era mandado a casa con la ilusión de acabar por siempre con la pesadilla, pero, a los pocos días, regresaba al hospital en un estado más que lamentable.

Poco a poco comenzó a normalizarse la quebrantada salud del muchachuelo. Volvió a su colegio, a sus juegos, su rutina... Nada parecía haber cambiado, pero, realmente, Martín ya no era el mismo. Siempre había sido un estudiante normal, que sacaba adelante las asignaturas como podía, teniendo mayor dificultad en las matemáticas. Eso había cambiado. Increíblemente, Martín Rodríguez adquirió una capacidad de retención memorística y una gran habilidad para las relaciones lógicas muy superior a la que siempre había demostrado. Comenzó a interesarse por el dibujo, la poesía, la escultura y las matemáticas. Sus profesores don José Luis, don Tertuliano y don Anselmo no podían creer lo que ocurría; la transformación que el niño estaba experimentando era del todo inexplicable. Unos veían una explicación en la radiación que pudo haber recibido el día del su encuentro con aquel artilugio misterioso, que hubo de producir en su cerebro el desarrollo de unas facultades que tenía aletargadas, mientras otros explicaban el fenómeno diciendo que, después de haberse estado a punto de morir, sin tener en cuenta la edad, las cosas no se ven como antes y la vida recobra todo el interés.

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