Doña Josefita era una de esas mujeres de bien de los “Sanparados”, devota de su iglesia, emperatriz de su casa y su hogar.
Don Asunción su marido, oligarca cafetalero, era éste un hombre cumplido con su casa y su despensa, ordenado en sus cuentas porque no le gustaba eso de que su señora anduviese pidiendo prestado en la vecindad que una taza de azúcar o disque un puñito de arroz.
Hechas las compras y con el cinco que le sobraba se daba el gustico de vez en cuando de echarse sus guaritos, ya fuese en en las veintiunicas celebraciones del pueblo que eran el 11 de Abril, día del héroe patrio o el 15 de Setiembre, día de la patria misma.
Alistaba don Asunción su yegua briosa, sus alforjas vacías y se dirigía por La Calle del Cura, hacia el centro del pueblo donde una vez en el comisariato llenaba generosamente del mandado los costados de Rosita su bestia.
Listo esto dejaba a Rosita con la rienda enroscada en el amarradero del comisariato y salía repartiendo saludos, apretones de manos y abrazos en dirección a la plazoleta del centro donde las fiestas tenían lugar, entre risotadas y vacilón se pegaba los cuerazos de origen municipal,este licor era más claro y más fino que el que él y sus peones destilaban en la montaña cerca de su casa, bendita y conocida aquella saca por ser la única en el caserío de la Calle del Cura. Pero nada se comparaba al guaro municipal, claro y fino, además gratis y sin límite.
Con las orejas calientes y adormecido cogía don Asunción por aquel trecho en la oscuridad de la madrugada confiando en que la bestiecilla conocía el camino a casa.
Trotona Rosita se acercaba a la vuelta de la Calle del Cura, oscura y recubierta de la sombra de los higuerones a ambos lados del camino, conocida esa vuelta por muchos quienes decían que podían sentir y ver que pequeños ojillos rojos como el fuego les observaban en su transitar.
Apurando a Rosita el viejo Asunción levanta el polvo a su paso por la vuelta, hasta llegar al claro de su casa.
Desensilla su animal y descarga sus alforjas, ardida su sangre por el alcohol busca a Josefita para que cumpla como mujer, la cual se encuentra sumida en su sueño más profundo, negándose ésta a las caricias brutas del macho es simplemente aplastada por el peso de una mano animal sobre su rostro, Josefita solloza en la oscuridad clamándole a la Virgencita del Carmen que la libere de este sufrimiento.
A la mañana siguiente una amorotada Josefita chorrea el café que se ha de beber el chuchinga de su marido, y todo sigue igual como antes, una casa limpiecitica como un ajito y una fiel mujer que asiste a misa de tres solo que ésta vez con un velo sobre su rostro ocultando cualquier rastro de salvajismo aplicado.
Era una cosa de rutina que Don Asunción se “transformara” cada vez que se pegaba sus borracheras en el pueblo, maltratara a su mujer y siguiera impune.
Un día después de venir de un casorio con los tragos en el alma Doña Josefita lo escuchó venir desde la vuelta, se santiguó con la señal de la cruz y pidió a la virgencita por su tranquilidad.
Se sentó serena a coser y esperar que su marido entrara y la buscara por las malas, oyó de repente como sí un mango del palo del patio cayera sobre el techo casi que desfondándolo.
– Mangos? En medio Noviembre? Ha de ser cosa del Diablo! – pensó la Doña.
Para qué había dicho eso esa señora!. Sintiéndose fría escuchó como si alguien jugueteara con la caja de fósforos cerca del fogón, sigilosa y con un culito de candela se asomó por entre las hendijas de los tablones y de nada se percató. Se acercó al fogón y descubrió pequeñas pisadas sobre la ceniza, y en definitiva alguien anduvo traveseando por allí.
Con el Cristo en la boca Doña Josefita temblaba en su sala sin soltar la estampa del bendito, y entre oraciones enredadas sintió que alguien estaba frente a su puerta de entrada, bufando como una bestia, podía ver la enormidad del bicho que oscurecía el haz de luz que entraba por la rendija de su puerta.
– Josefa, abríme! Que se me perdió la llave! – Alegaba Don Asunción, que entre los sentidos que le quedaban logró llegar a su casa, distinguiendo un bulto negro parado en la puerta de su entrada.
– Josefa!!! Maldita mujer! Porqué me trancás el paso?
Acabó de decir esto el borracho, cuando el bulto negro se le dejó ir encima y de un manotazo lo mandó debajo del guayabo y quedando semi-consiente pudo distinguir un par de ojos rojos y encendidos como el fuego.
Al escuchar aquel burumbún en el patio Doña Josefita salió a asomarse y vio a su marido tirado pegando gritos debajo del guayabo, y ante ella una bestia enorme con aspecto de mono, lleno de abundante pelo negro, de cuclillas ante el zaguán de su casa, claramente protegiéndola del mal que la acechaba.
Cuando la mirada de Josefita se encontró con el fuego del bicho éste se extinguió, dejando ver una mirada penetrante y profunda; con la agilidad de un primate el animal se perdió de un brinco entre las sombras de la noche.
Poco se acuerda Don Asunción del susto que le metieron esa noche, pero una mano encima a su señora nunca más le volvió a poner, sino más bien aprendió a valorarla y amarla como lo que era… Una Dama!
Claramente la Virgencita del Carmen escuchó los ruegos humedecidos en lágrimas de Doña Josefita, y le
mandó al Mico Malo para que le espantara el mal de su casa.
Del Mico Malo se dice mucho, que son leoncillos de falda, unos dicen seres infernales al comando de las brujas, otros dicen que son las misticas brujas cuando se zafan los pellejos, y en este caso fue algo con lo que La Virgen del Carmen nos amparó.
En todos los casos amedrentan a los matrimonios que pelean, a los infusores de daños en el hogar o a las malas madres que abandonan a sus hijos.
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