George Washington, el primer Presidente de los Estados Unidos, murió el 14 de diciembre de 1799. Fue enterrado cuatro días más tarde en su casa de la plantación en Virginia, Mount Vernon. Si bien hay quienes (si estuvieran vivos para reclamar) se opondrían ante tal retraso, a Washington probablemente no le importaba. Sí, el retraso era en su mayoría para que el antepasado americano recientemente fallecido pudiera ser correctamente atendido. Sin embargo, según la leyenda, la petición de Washington en su lecho de muerte fue que lo enterraran no antes de dos días después de que fuera declarado muerto. ¿Por qué? Porque al parecer, George Washington temía ser enterrado vivo.
Estos temores, por desgracia, no carecían de fundamento. En el siglo XIII, de un filósofo / teólogo muy respetado, Juan Duns Scoto, se rumoreaba que había sido enterrado vivo, según cuenta la historia, su cuerpo fue encontrado al lado de su ataúd, los brazos y las manos ensangrentadas en un intento de abrirse camino hacia el exterior. (La historia es probablemente un mito.) Un libro sobre el tema (titulado “Buried Alive“) cuenta la historia de un carnicero londinense llamado Lawrence Cawthorn, quien, en la década de 1660, cayó enfermo y fue “enterrado precipitadamente” por su “malvado patrón.”
Cuando los dolientes visitaron su tumba, escucharon un grito ahogado que provenía del ataúd y […] encontraron arañazos frenéticos en las paredes del ataúd. Para cuando Cawthorn fue desenterrado, estaba muerto. Y de acuerdo con otro libro sobre el tema (“The Corpse: A History“) en 1905, el empresario británico William Tebb, cargaba sobre sus hombros más de 300 casos de entierros de personas vivas y “casi” accidentes.
Para combatir estos temores, a los fabricantes de ataúdes se le ocurrió una solución: “ataúdes seguros.” Populares a finales de 1700 y en el siglo siguiente, el ataúd de seguridad solía tener una especie de vía para que las personas enterradas vivas por equivocación le notificaran a los que estaban arriba sobre el error.
Un ejemplo típico era un tubo largo y un cordón que se extendía hacia arriba desde el ataúd. En la parte superior había una campana, de modo que una persona erróneamente enterrada podía jalar la cuerda y sonar la campana, e idealmente, otros llegarían con palas para salvarlo de un horrible fin.
Otros métodos incluían la pirotecnia, banderas, e incluso trampillas de evacuación. Uno de los primeros incluía una trampilla con una cerradura en el interior del ataúd, el cuerpo debía ser enterrado con un abrigo con la llave colocada dentro de un bolsillo interior. En realidad, hay una gran cantidad de innovación en todo el problema, y un número igualmente grande de las patentes.
¿Fueron exitosos estos ataúdes de seguridad? Probablemente no, no hay ejemplos conocidos de que un ataúd de seguridad haya rescatado a una persona enterrada viva. Hay, sin embargo, algunos ejemplos de falsos positivos. Si, cuando el cuerpo enterrado estaba sosteniendo la cuerda, la descomposición natural podría ocasionar que el cable se tensara y, por lo tanto, que sonara la campana.
Para evitar “pequeños” movimientos y estas falsas alarmas, en 1897, un inventor ruso creó un sistema que detectaba los movimientos más significativos y señalaba que había alguien enterrado con vida. ¿El único problema? Durante una prueba “enterraron” con vida a uno de sus asistentes, el sistema de detección de movimiento fracasó. El asistente salió ileso, pero el ataúd de seguridad no logró encontrar a muchos compradores.
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