Cerca de ensenada, junto al mar, hay un lugar conocido como el aguaje de la zorra, donde siete caminos convergen en un montón de piedras que, dicen los lugareños, son buenas o malas según se porten los que pasan por ahí.
Un día, a un muchacho llamado Felipe —que andaba por la vida renegando de todo: no le gustaba caminar, no le gustaba el frío ni el calor, en fin, nunca estaba contento— su mamá lo había mandado a la costa a traer mariscos porque era la temporada; ya estaba a punto de irse cuando le dijo:
—Felipe, no se te olvide que tienes que cortar una rama para dejarla en las piedras.
El joven no respondió, agarró su cesta, levantó los hombros y se fue. Al llegar al cruce de los caminos, se dio cuenta que el montón de piedras ya estaba cubierto de ramas y de flores. Recordó lo que su mamá le había dicho, pero como buen caprichoso no le dio la gana cortar la rama, así que ni se detuvo.
—Para qué les pongo yerbas, ésas son cosas de mujeres y de gente que no tiene qué hacer —se dijo— ¡son puras piedras...!
Llegó a la costa, donde por todos lados jóvenes, señores y niños buscaban ostiones y mariscos; algunos ya estaban descansando tirados sobre la arena y otros chapoteaban entre las olas. El sol brillaba intenso en el horizonte.
— ¡cuánta gente, de seguro que ya no hay nada! —pensó enojado Felipe.
Se dirigió hacia unas rocas en donde no había nadie, se metió al agua, se acomodó la cesta y empezó a buscar mariscos, sin embargo, pasados unos minutos su cesta seguía vacía.
—no puede ser, siempre hay muchos; a lo mejor aquí no se acercan —pensó— pero no quiero ir adonde están todos ésos.
Torció la boca y se sentó en las rocas, miró que a lo lejos el mar se fundía con el cielo, todo era azul. Volvió la cabeza para ver a la gente y se dijo:
—voy a tener que ir para allá pero, ¿y si mejor le digo a mi mamá que no había nada?, ¿me creerá?
Estaba pensando esto y no se dio cuenta de que una enorme ola empezó a crecer detrás de él; en unos segundos se levantó de tres a diez metros, como si fuera un cerro de agua. Los otros pescadores al ver aquella ola huyeron espantados, le gritaban a Felipe para que se saliera, pero el muchacho no escuchaba. Estaba riéndose solo, por su mente cruzaba veloz el recuerdo del montón de piedras. De pronto volteó al escuchar el rugir de la ola... pero no tuvo tiempo de nada: el cerro de agua cayó sobre él, y se lo tragó;
Un huarache voló por los aires y la cesta quedó flotando un momento, luego se hundió lentamente. Más tarde el mar regresaba a la calma y de Felipe no quedaban ni señales.
Días después, en el aguaje de la zorra, encima de las piedras hechiceras, que así es como les llaman, un cesto lleno de mariscos yacía entre las ramas que la gente acostumbraba poner.
¿Era el cesto de Felipe? ¿Tú qué crees?
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