Recién fundada la Nueva Guatemala de la Asunción, cuentan los viejos de la Parroquia que vivió allá por la calle de las congregaciones un joven de nombre Cecilio Flores al que todos conocían como artista, porque pintaba grandes cuadros de Santos y vírgenes para los templos de la ciudad y para los señores de las casas grandes. Cecilio se complacía caminando por Jocotenango y el Cerro del Carmen en busca de motivos para sus pinturas. Le gustaba deambular en las tardes por el Cerrito, cuando ya el sol se estaba despenicando en celajes sobre las tejas de la ciudad y las campanas de las mil iglesias se quedaban roncas de tanto llamar a la hora santa. Siempre llevaba consigo un cuadernillo de papel de manila, un carboncillo y un borrador de migajón. Se detenía donde creía encontrar Tema de inspiración: un paisaje, un rostro de mujer.
Era Cecilio un pintor muy especial: le deslumbraban los rostros de las mujeres, se enamoraba de ellos y expresaba su profundo sentimiento, pintándolos. Siempre en silencio, escondido en su soledad, copiaba las facciones reales y las plasmaba luego en el lienzo, y una vez concluidas, las colgaba en la pared de su sencilla habitación, las vendía en algún almacén de la ciudad.
Así también cuentan por el Barrio de la Candelaria, que en verdad Cecilio Flores no era tan mal pintor, a pesar de no haber estudiado nunca.
Algunas de sus obras se encuentran hoy perdidas en iglesias la ciudad y del interior del país. Cecilio se colmaba íntimamente pintando una virgen del Carmen o una del Rosario. Su estilo peculiar consistía en dibujar por rostro de la imagen el de la mujer que más le asombraba.
No pocos problemas le causo esa práctica, como que en cierta oportunidad, cuando pinto con el rostro de Nancy Candiales, a la Virgen de la Asunción, venerada hoy en la Catedral, al padre de esa joven, un rico comerciante de Chiapas, no agrado del todo el gesto del artista, y casi lo mata a golpes.
Cecilio Flores era, pues, un pobre enamorado de la belleza abstracta. Su vida se llenaba pintando y por la devoción a su arte recordaba ya cuantas veces se había quedado sin comer ni dormir.
Diariamente se recluía en su taller repasando bocetos haciendo nuevos lienzos y, según dicen, nunca tuvo un amigo. Siempre estuvo solo, hasta que un día, caminando por el Paseo de los Naranjalitos, encontró a un hombre joven escribiendo versos bajo enorme sauce.
Cecilio se acercó y le hab1ó, vinculándose ambos, desde entonces, con una profunda amistad.
Aquél único amigo de Cecilio Flores era poeta y se llama Miguel Ricardo de la Fuente. Componía versos y crónicas para diario “La República”, que circulaba por esos años en la Nueva Guatemala de la Asunción.
Ambos jóvenes tenían una sensibilidad un poco común. Salían a caminar por la ciudad para discutir con amplitud problemas relacionados con su respectivo arte.
Y se compenetraron tanto en intereses y motivaciones que decidieron trabajar juntos, cantando y pintando sueños e ilusión para ellos irrealizables, intangibles. Mundo que jamás se concretaría pero que daba luz a sus existencias fugaces pletóricas de espiritualidad.
En busca de fantasías los dos artistas recorrían los parajes donde se reunían los vecinos de la ciudad. Muy a menudo caminaban por el Acueducto de los Arcos, que en aquel tiempo se encontraba fuera del perímetro urbano. Este paseo era sumamente agradable, pues el silencio del lugar les permitía encontrarse con la lejanía de sus sueños.
Una espléndida tarde de noviembre, de esas tardes frías que vuelven cristal el espíritu, tan propias de la Nueva Guatemala, de es tardes en las que el sol parece más radiante y corre el viento con fuerza para arrastrar los barriletes de los niños, los dos amigos se hallaban paseando por el acueducto, cerca de la toma de agua, cuando dieron con un grupo de mujeres jóvenes que charlaban a la sombra de un árbol.
Ávidos de belleza se colocaron en un lugar conveniente para poderles observar con detenimiento y deleite. Estudiaban con cuidado la faz de cada una de ellas, buscando la que fuera digna del pincel y la pluma.
Ambos artistas se quedaron asombrados al dar con el rostro de una de estas jóvenes: el cabello de un oscuro color negro, sin brillo. Los ojos almendrados. Grandes. Brillantes. Casi negros, casi cafés y una pincelada de ilusión. Su nariz muy fina y su boca delicada. Todo dispuesto en una grata armonía sobre la línea del rostro. Era un encanto admirar aquella cara hermosa.
Según cuentan los viejos de La Parroquia aquella muchacha llamaba Celina Ibáñez Guerra, y cuando la conocieron los artistas allá en la plenitud de su esplendor.
Al momento de verla tomaron la decisión de cantar y pintar su hermosura. Bajo la sombra del árbol, sin que nadie los pudiese ver, iniciaron su tarea.
El carboncillo de Cecilio copiaba con rapidez las facciones finas, en tanto Miguel luchaba por combinar las palabras adecuadas pudiesen rimar en la oda que componía.
Y así la tarde se convirtió en noche y los celajes incendiaron volcanes.
El corrillo de mujeres se disolvió cuando un landó tirado por tres caballos negros se acercó a ellas. Aunque Cecilio y Miguel trataron de no perder de vista a Celina, se les diluyo en el polvoriento camino que conducía a la ciudad.
Los dos amigos quedaron solos con sus emociones e ilusiones, y emprendieron a pie el regreso a la Nueva Guatemala.
Llegaron a la plaza de armas bien entrada la noche. En la Calle de Concepción se despidieron, ya que Miguel vivía por el Barrio de la Merced. Acordaron reunirse al día siguiente.
Cecilio entró a su cuarto. Sentía tal embeleso por la mujer que había bosquejado, que sin esperar más trasladó al lienzo el boceto que tenía en el cuadernillo de papel de manila. Cecilio pintaba aquel rostro con una fuerza increíble; con una pasión hasta entonces desconocida en el, trabajaba como si estuviese enfermo. Al rayar el amanecer el retrato estaba completamente terminado y Cecilio totalmente exhausto. No cabía duda que Celina había penetrado en su alma muchos más que las mujeres dibujadas anteriormente. Ahora sentía la necesidad de identificarse con ella.
Los que me contaron esta historia aseguran que Cecilio, el pintor, se había enamorado, y por eso estaba así…
En tanto el pintor se afanaba en el retrato de la mujer que tan grande impresión le había causado, el poeta Miguel de la Fuente soñaba con el donaire de la desconocida.
Su mente bullía en imágenes en las cuales Celina se hacía pasión y éter, y su pluma corría sobre el papel plasmado en versos al ansia que le quemaban las sienes y el corazón. Con cada letra la evocaba. Con cada estrofa la sentía. Miguel de la Fuente se había enamorado.
Al nacer el sol tras la cúpula de la Merced, el poeta salió a indagar por la identidad de la mujer que había encontrado con su amigo.
Se dirigió al diario La República y consiguió, entre sus compañeros, que alguien le asegurara que aquella muchacha era la hija del oidor, don Juan Ibáñez de la Roca, quien vivía en la Calle del Seminario, a una cuadra de la Plaza Vieja.
Henchido de felicidad se dirigió presuroso a la casa de su amigo, el pintor.
Pensando en vos andaba – le dijo al verlo -. He averiguado ya, quién es la patoja del Paseo de los Arcos. Se llama Celina Ibáñez Guerra. Es la hija del oidor don Juan Antonio Ibáñez. ¿Conocés acaso al padre?
Dejá ver….sí…sí creo conocerlo. Recuerdo que una vez estaba en la Catedral y un personaje se interesó mucho por mi cuadro de la Virgen de Concepción y me pidió que llegara a su casa, pero nunca lo hice. Hoy es oportuno que lo visitemos porque observá como quedó el retrato.
¡Ah! – exclamó el poeta – es lo más hermoso que has hecho desde hace muchísimo tiempo. Verdaderamente la has captado en toda su magnitud…Vení, no perdamos más tiempo, vamos a entregar el cuadro.
Y salieron apresuradamente rumbo al Barrio del Sagrario en busca del oidor don Juan Antonio Ibáñez. Llegaron a la casa y conversaron con el magistrado, que quedó sorprendido por la perfección y armonía del retrato de su hija. Estaba dispuesto a quedarse con él.
Luego de haber concretado su valor y cuando ya se retiraban caminando por el hermoso jardín, apareció de improviso Celina, la hija del oidor, quien se conmovió tanto por la habilidad del pincel de Cecilio y los versos de Miguel, que la amistad surgida ese día entre los tres se hizo cada vez más estrecha. Cecilio se agotaba pintando una y otra vez la silueta de Celina y cada una le parecía superior a la anterior.
Sin sentirlo dicen los viejos sabios, se había prendado perdidamente de Celina. y por ello la pintaba con tanta vehemencia. Por su parte el poeta Miguel también pasaba las noches en claro componiendo versos a Celina y sentía que su alma desfallecía cuando no estaba cerca de ella.
Ambos se habían enamorado de la misma mujer.
Y los dos jóvenes entraron en abierta competencia por lograr el corazón de la amada. Surgió la discordia entre ellos, hasta que un un día, sentados en un banco piedra de la alameda de Santo Domingo, hablaron con franqueza, como siempre lo habían hecho. -Cada uno reconoció que amaba a Celina Ibáñez Guerra. Razonando acertadamente llegaron a la conclusión de que ambos no podían ser dueños del mismo ser, por lo que Miguel dijo a su amigo el pintor: – no peleemos más. Es cierto que adoro a Celina, con todas mis fuerzas, pero no siento que ella me corresponda; en cambio a vos sí. Se diluye cuando te ve. Yo me retiro. Quédate con ella, y que seas feliz. Creo que eso es lo importante para mí. ¡Adelante mi querido Chilo! —Dicen que le dijo—, adelante y que tus anhelos sean realidad por lo menos una vez.
Y en esa forma aquella amistad tan estrecha siguió vigente.
Desde entonces Cecilio sólo existía para soñar con Celina.
Se veían furtivamente después de la misa del Sagrario a la que ella asistía. Ya en el Teatro Carrera, ya en el palco alto, ya en la salida de una función de Opera.
Refieren los viejos que el pintor por primera vez en su vida
se sintió plenamente satisfecho. Pero su felicidad fue breve. Don Juan Antonio Ibáñez, cuando advirtió lo que pasaba en el corazón de
su hija, se negó a casarla con un pobre mestizo sin ningún porvenir, que no podía darle jamás el bienestar que le correspondía. La envió entonces a México con familiares que vivían allá, impidiendo de esa manera que su amor se afianzara. Tan solo encontraron el tiempo necesario para despedirse a escondidas. Ambos comprendieron que nunca más se volverían a ver.
No obstante, cada uno llevaba la imagen del ser amado grabada en lo más hondo de sus entrañas.
Cecilio estaba triste, profundamente triste. Su angustia se hacía más densa al no poder referir a nadie la pena que atenazaba su espíritu, porque Miguel había viajado a la Ciudad de Quetzaltenango sin comunicarla nada.
Y refieren los viejos de la ciudad que Cecilio, en su desolación, camino sin rumbo fijo en aquella oportunidad. El crepúsculo manchaba la ciudad y la noche borraba con su sombra la claridad de los rincones. Era noviembre. Cecilio recordaba haber conocido a Celina ese día, en el Paseo de los Arcos. Un año inmenso había transcurrido desde entonces. Y sin sentirlo, hacia allá se encaminó.
Caminó y camino hasta llegar al acueducto, apenas iluminado por la claridad de la noche. Reconoció el lugar donde por primera vez había encontrado a su amada. Siguió vagando por los alrededores, encaminándose luego por las tortuosas calles de la Villa de Guadalupe, oscuras, silenciosas y polvorientas.
De pronto, al llegar a la Calle Real de la Villa de Guadalupe, distinguió cerca del tanque de lavar ropa, una figura que le pareció conocida. Aguzó la vista y se sorprendió lleno de emoción: ¡era Celina!, que al parecer se bañaba a la orilla del tanque.
Su estupor fue tan grande que no pudo correr. Cecilio veía recortada en la oscuridad la figura de su amada: vestía un camisón transparente que insinuaba el cuerpo casi en su plenitud. Una cabellera un tanto larga, color negro azabache corría por su espalda, la cual peinaba voluptuosamente con un peine de oro. Cerca de ella un guacal, también de oro. Cosa extraña, pero por más esfuerzos que Cecilio realizaba no podía ver aquel rostro que tanto le gustaba. Lo tenía vuelto hacia la oscuridad de la noche. Sin embargo, ella le hacia señas con la mano para que se aproximara. El pintor no percibió la atmósfera pesada que invadía el ambiente.
La alegría de encontrarse nuevamente con Celina fue tan profunda, que, sin meditar, acudió a su llamado. Cuando Cecilio se acercó, la silueta femenina emprendió la marcha rumbo al infinito…
La mujer caminaba y caminaba con tanta rapidez, que costaba mucho seguirla. Cecilio, en pos de ella, gritaba desesperado: ¡Celina, Celina, por amor de Dios detente!
La blanca figura, en fuga precipitada, se desdibujaba en la noche. Recorriendo cuadras y más cuadras se acercaban a los linderos de la Villa de Guadalupe.
Cecilio iba tras ella sin sentir cansancio. Parecía hechizado poder coordinar sus pensamientos. No escuchaba el aullar de los perros que se hacía sentir por donde pasaban.
En esa forma se asomaron al campo. Después de recorrer los montes iluminados por la luna, llegaron a la orilla de un barranco. Allí la transparente mujer se detuvo. Cecilio pudo por fin alcanzarla. Se volvió entonces, intempestivamente, y el pintor, en lugar del bello rostro que amaba, se estrelló con una horrible cabeza de caballo que lanzaba fuego por los ojos.
La mujer se arrojó sobre él, las descarnadas manos le dieron un abrazo glacial y Cecilio ya sin saber nada, envuelto en una vorágine espanto, no pudo librarse. Sin esperar más la mujer con cara de caballo, lanzando un grito horrible, se precipitó al abismo llevándose en su caída el alma y el cuerpo del artista…
Esa noche la gente de la Villa de Guadalupe escuchó aullar a perros con terror crispante y el tétrico canto de las lechuzas se prendió de los árboles, de las estrechas y del miedo de todos los habitantes de la Villa.
Dijeron los viejos después, que esa noche la Siguanaba había caminado por sus venas.
Desde entonces nadie supo más de Cecilio Flores, el pintor la Calle de las Congregaciones. No se le volvió a ver con su cuadernillo de papel de Manila y su carboncillo, haciendo bocetos de mujeres bellas.
Nadie dio importancia a su desaparición; era tan solo un artista.
Pero cuando Miguel Ricardo de la Fuente, el poeta amigo, se enteró de la ausencia del compañero entrañable, regreso afligido a la ciudad de Guatemala y se dio a la tarea de buscarlo. Recorrió calles, plazas, iglesias, paseos, sin dar con él.
Una tarde, triste y cansado, acertó a pasar cerca del tanque de agua de la Calle de Guadalupe. Un carretero descansaba con sus bueyes a la vera del mismo.
Miguel se acurrucó desolado junto a él. El carretero, al sentir tal aflicción, le hablo con afecto. Miguel confesó su pena —; ¡sentía necesidad de comunicarse con alguien!— y el viejo desconocido
respondió: -es inútil que lo sigas buscando. ; ¡La Siguanaba se lo gano! Hace unos días encontraron en el barranco de allí enfrente el cadáver de un hombre joven, todo arañado y desfigurado. En su bolsa llevaba un cuadernillo de papel de Manila y un pedacito carbón para dibujar. La gente dice que despeñó, pero yo estoy seguro que se lo ganó la Siguanaba, porque ella sale todas las noches por las calles de la ciudad a perseguir a los enamorados.
Con frecuencia toma la forma de la novia de uno, y se hace seguir y seguir hasta que lo embarranca. Eso fue, de plano, lo que pasó a tu amigo. ¡Si yo te contará!… He visto muchas veces a esa mujer, pero me he salvado porque he jalado a tiempo una mata de escubilla, que es la única forma de librarse de ella. ¡Pobre amigo! La Siguanaba se ganó a tu compañero y lo enterró en el barranco. Tené cuidado: no te vayas a tropezar con ella. Mira que está oscureciendo.
Después de oirlo, el poeta sintió más desolada su alma. Sin saber por qué tuvo la certeza de que el viejo carretero decía la verdad. Como si su voz fuera el eco de otra lejana que venía hacia él, cargada de sabiduría y de siglos. Era la voz de su pueblo que le hablaba, a manera, de miedos y alegrías. Y se fue lentamente, cada vez triste por su amigo y su extraña muerte.
La noche, cayéndose de estrellas, lo encontró caminan rumbo a la ciudad. Desde entonces, el poeta Miguel evita caminar las noches por donde hay agua, porque teme que se le aparezca la Siguanaba en la figura de la inolvidable Celina Ibáñez Guerra. Y bella Celina, mujer fascinante, jamás supo de la muerte de su amado y jamás volvió a la Nueva Guatemala de la Asunción.
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