sábado, 16 de abril de 2016

La Bestia de Gévaudan.



La tradición, incluso la historia y las crónicas oficiales de la época, dan por verídico un acontecimiento singular ocurrido entre los años 1764 y 1767, en la región francesa de Los Alpes de Alta Provenza y más concretamente, en un pueblo aislado, al pie de las últimas estribaciones de la cordillera central europea, llamado Gévaudan. La zona se corresponde con el departamento de Aveyron, en la región de Mediodía-Pirineos, una zona que en la época vivía de la agricultura y del pastoreo, así como de las actividades derivadas de estas dos formas de economía primitiva.


Allí, perdido en la abrupta geografía y perdido también en la historia, el pueblo de Gévaudan vivió una tragedia que por tres años se cebó en la comarca y cobró más de ciento veinte vidas humanas, casi siempre de mujeres y niños. Una bestia maléfica atacaba y mataba a las personas.


Los habitantes vivieron aterrorizados, con miedo a adentrarse en los bosques y a salir de sus casas después de oscurecido, pero aún así, se siguieron sucediendo muertes atroces, personas devoradas por lo que parecían las dentelladas de algún animal tan salvaje como desconocido.


El hecho, de momento, no despertó excesiva alarma entre la población, acostumbrados como estaban a los ataques de los lobos alpinos, que al apretar el hambre en los duros inviernos de la región, descendían hasta las zonas pobladas de las laderas en busca de ganado para comer. Pero antes de terminar el verano, cuatro niños y una mujer de treinta y dos años, fueron muertos y parcialmente devorados por lo que se suponía era el mismo anima


El pánico se apoderó de la población que no se aventuraba a salir a la calle, pero aún así, las necesidades de la vida diaria obligaba a los habitantes a realizar sus tareas cotidianas, exponiéndose a la intemperie, momento que aprovechaba la bestia para satisfacer su hambre o su necesidad de matar, cobrándose hasta dos víctimas en una misma semana.


Tal fue la alarma que cundió entre la población que los poderes públicos hubieron de intervenir en el asunto y organizaron batidas, partidas de caza y otras actividades encaminadas a abatir a la bestia que sembraba el pánico. Numerosos lobos fueron muertos a manos de los batidores, pero la caza no tuvo éxito con la bestia que atemorizaba la región y la alimaña seguía matando, a pesar de las precauciones de todos y la vigilancia de los cazadores.


Al concluir el año, se habían contabilizado cincuenta y cuatro muertes, más de una a la semana y todas con similares características. Solía la bestia arrancar la cabeza de la víctima y devorar sus partes más blandas, pero nunca en cantidad suficiente como para justificar una situación de hambre insuperable, teniendo en consideración que las dentelladas que las víctimas presentaban eran muy considerables y sin duda pertenecientes a unas mandíbulas grandes y muy poderosas y por tanto de una bestia de respetable tamaño y mayor necesidad de cantidad alimenticia.


Los expertos del lugar y otros, venidos de varios puntos a examinar los cadáveres, coincidían en que no se conocía en Francia un animal de las características que aquél presentaba y que, ni siquiera, una especie de lobo de los Alpes, de mayor envergadura que el lobo común que ya escaseaba en aquellas fechas y que se terminó extinguiendo en el siglo XIX, podía asemejarse a la criatura que producía aquellos destrozos en los tejidos humanos.


No murieron todas las personas que sufrieron ataques de la bestia, algunos consiguieron salir levemente lesionados e incluso ilesos y estas personas, que habían visto al animal, realizaron descripciones del mismo. Descripciones que el pánico y el escaso conocimiento que del reino animal tenían, invitaban a identificar a la bestia como a un lobo de enormes proporciones. 


Sin embargo, algunas de estas descripciones, estudiadas pasado el tiempo, hacen sospechar que muy bien podría tratarse de algún otro animal, desconocido por la generalidad de los habitantes de la región y que podría coincidir con la hiena rayada, pero que también podría ser un tigre. 


En el afán de encontrar la solución al problema, se quiso creer que el animal era escapado de un circo de gitanos que recorría las comarcas del Mediodía francés y que era el resultado de un cruce de animales que dichos gitanos habían conseguido, creando una fiera que escapó de su control. Mal lo pasaron los gitanos y mal los circos en general, cargando con la culpa de ser los causantes de la tragedia.


Otra teoría culpaba a un aristócrata de la zona que había vivido mucho tiempo en África y de la que se había traído animales salvajes que tenía en cautividad en sus posesiones, uno de los cuales podría haberse escapado.


Por último se pensó en una sociedad secreta que perseguía la subversión de la zona y el debilitamiento del poder real, para lo que recurría a la macabra actividad con el fin de amedrentar al pueblo y hacerle ver que, si estaban desvalidos ante la amenaza de un simple animal, cuánto más lo estarían ante otro mal de mayor envergadura que se les avecinase. 


Una película, llamada El Pacto de los Lobos, estrenada hace unos años, trataba el tema desde esta perspectiva, y presentaba a la bestia enfundada en una coraza, como a veces solían describirla, aduciendo que su lomo presentaba como unas enormes escamas.


El día doce de enero de 1765, una cuadrilla de seis trabajadores de los bosques que estaba al cargo de un vecino de la zona llamado Jacques Portefaix, avistó a la fiera que pareció querer atacarlos. Sus herramientas, hachas y sierras para talar los árboles y picos y palas para escarbar la tierra, pusieron en fuga al animal. 


La noticia circuló como reguero de pólvora y llegó a oídos del Rey Luis XV, que encargó a dos cazadores profesionales de lobos, la tarea de acabar con el animal y premió con trescientas libras la valiente actuación de los trabajadores del bosque.


Los dos expertos cazadores, padre e hijo, con una reata de ocho sabuesos especialmente entrenados en la caza del lobo, llegaron a Clermont-Ferran un mes mas tarde y de inmediato comenzaron a dar batidas. 


El resultado fue espectacular, pues consiguieron dar muerte a numerosos lobos, pero los ataques de la desconocida criatura continuaban, lo que indicaba que el fin apetecido estaba lejos de producirse.


La actuación de los dos cazadores fue reforzada con cuatro batallones de Dragones, la tropa de élite, que el rey envió para poner fin a la pesadilla. Pero ni aún así se conseguía acabar con el tormento. Se infectaron los campos de veneno con un resultado desastroso que estuvo a un paso de esquilmar la fauna de toda la zona y que lesionó incluso a la ganadería, ya afectada por todas las circunstancias que estaban concurriendo. 


Las partidas de caza no servían sino para constatar que la bestia seguía viva y que era esquiva y astuta como pocas veces se había visto un comportamiento animal. No obstante, algunas pistas se obtuvieron, como unas huellas de pisadas de proporciones enormes y algunos avistamientos por personas expertas y no tan afectadas por el pánico, que hablaban de un extraño animal, de unos ochenta centímetros de altura y cien kilos de peso, con unas mandíbulas prominentes y enormes dientes. Se decía que los cuartos traseros y el final del lomo presentaban un pelaje hirsuto y rayado y que la cola era muy gruesa y de espeso pelaje.


El diecinueve de junio de 1767, fue abatido un lobo descomunal por los cazadores enviados por el rey; el animal medía ochenta centímetros de altura y casi dos metros de longitud con la cola extendida. La fiera pesó más de sesenta kilos y su tamaño encajaba en las descripciones que se habían obtenido. 


El animal fue disecado y enviado a Versalles, sede veraniega de la corte de Francia, en donde el cazador, Antoine D’Enneval, fue recompensado con títulos y honores.


El embalsamamiento se había hecho tan precipitadamente que los calores de aquel verano lo descompusieron sin remedio, por lo que a día de hoy carecemos de datos fidedignos en que basar un examen científico.


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