Las imposibles huellas del río Paluxi
El problema es que los hombres aparecimos en la escena terrestre hace poco más de cinco millones de años, mientras que los dinosaurios desaparecieron sesenta millones antes. Y, sin embargo, la roca sobre la que aparecieron ambos juegos de huellas... se sedimentó hace cientos de millones de años. ¿Acaso convivimos con ellos?
¿Cómo es posible que existan humanos junto a improntas de dinosaurio?
En 1931, fecha a la que nos remite el comienzo de este enigma, en Estados Unidos seguían latentes los efectos de la gran crisis. La depresión del 29 tardaría en olvidarse. Pero al margen de la económica se había abierto otra que se erigía sobre las creencias y que se revestía con tintes casi bélicos. En esta batalla –de ideas, en principio- se enfrentaban dos sectores de la sociedad: evolucionistas y creacionistas.
Entre ambos colectivos se abría una enorme grieta ideológica. Los evolucionistas aceptaban el gigantesco avance que para la ciencia y el conocimiento suponía la publicación, décadas atrás, de las teorías de Darwin sobre la evolución de las especies, según la cual todos los seres vivos derivamos de otros “inferiores”. En el caso del ser humano, el darwinismo consideraba –y considera- que hombres y chimpancés procedíamos de un mismo ancestro común, una suerte de primate original.
Al otro lado de la trinchera estaban los creacionistas, quienes seguían aferrándose a un viejo dogma promulgado por el arzobispo irlandés de Armagh a mediados del siglo XVII. Para ellos, la Tierra, tal cual es hoy, con sus seres vivos sobre la superficie, fue creada por Dios en el año 4004 a.C. En opinión de este grupo, antes de esa fecha no existía ser viviente alguno.
Y en medio de esta batalla –hoy afortunadamente casi superada a favor del evolucionismo- que provocó encendidos debates, juicios y hasta leyes a favor y en contra de una tendencia u otra según el estado en el que se dictaran, surgió el enigma del río Paluxi en Texas.
En realidad, el descubrimiento se había efectuado en 1980, cuando fueron encontradas pisadas de dinosaurios impresas en los sedimentos de hace doscientos cincuenta millones de años que se extendían a la vera del río. Sin embargo, junto a esas mismas huellas, había otras improntas pertenecientes a pies humanos.
Ni entonces y menos ahora –a la luz de los actuales conocimientos científicos- aquello tenía justificación, puesto que ambas huellas se tendrían que haber formado al mismo tiempo, pero dinosaurios y hombres jamás convivieron. Aquéllos desaparecieron de la faz de la Tierra hace sesenta y cinco millones de años, cuando un enorme asteroide impactó en lo que es hoy el golfo de México, alterando la realidad geológica y medioambiental del planeta. Mientras, nosotros, los humanos, surgimos bajo la apariencia de primitivos formas homínidas, muy simiescas, hace sólo algo más de seis millones de años.
Los creacionistas interpretaron aquel hallazgo como un espaldarazo a sus tesis. Pero era pura alquimia ideológica: decían que las huellas demostraban que seres humanos y grandes saurios habían convivido porque, sencillamente, ambos aparecieron hace seis mil años sobre el planeta por obra y gracia de un Dios creador.
De ese modo pensaba un reverendo –y también científico- llamado Cliford Burdick. Armado con su fundamentalismo a modo de espada, alentó a los sectores más tradicionales de la sociedad americana explicándoles que las huellas del río Paluxi destronaban a Darwin y todas sus teorías –digo...”tonterías”, que decía Burdick- sobre la evolución.
Sin embargo, el triunfo de la ciencia sobre la sinrazón creacionista no logró que el enigma de Paluxi dejara de serlo. Los fundamentalistas cedieron, y hoy el misterio es puramente científico. La gran pregunta, al hilo del hallazgo, sigue en pie: ¿acaso convivieron seres humanos y dinosaurios en alguna ocasión? La lógica, la razón y la verdad científica invitan a pensar que no, pero no pueden explicar cómo se sedimentaron a la vez ambos tipos de huellas.
En el año 1970, un equipo de la Universidad Loma Linda investigó aquellas huellas humanas de, teóricamente, doscientos cincuenta millones de años de antigüedad. Auspiciados por fondos públicos, y con el pesado encargo de satisfacer las teorías científicas, se vieron en la obligación de buscar una justificación.
Y salieron por peteneras: “Son marcas deformadas”, dijeron. Aún deben estar escondidos...
Posteriormente, un científico llamado Glein Kuban examinó las citadas huellas. “Parecen humanas”, pensó. Y pensó bien, habida cuenta de su aspecto. Pero tampoco quería cargar con el mochuelo, así que redobló el alcance de su imaginación y hete aquí que dijo: “Huellas de un tipo de dinosaurio con planta muy parecida a la humana”.
Aún está esperando que se encuentren otras huellas similares en cualquiera de los mil y un yacimientos de dinosaurios que se extienden por todo el planeta...
Ninguna de las dos hipótesis alternativas obtuvo crédito.
En la década de los noventa del siglo XX, las huellas han vuelto a ser estudiadas por el doctor Dale Patterson. Tras analizarlas, y no sin dosis de valor infinitas, concluyó: “Presentan la curvatura típica y marca propias de las huellas humanas. Aunque estén sedimentadas hace cientos de millones de años...pertenecen a hombres.”
Hoy podemos asegurar que evolucionistas y creacionistas se equivocaron en el análisis del enigma. Los primeros pecaron de ser –en este caso- unos cabeza cuadrada. Los segundos, no demostraron ser otra cosa más que unos fanáticos. Ni unos ni otros han podido solucionar el misterio. La cuestión sigue en pie, de forma casi perenne: ¿por qué están ahí esas huellas humanas junto a otras de dinosaurio? Sólo se me ocurre pensar que, o bien existió una humanidad anterior a la nuestra que convivió con los grandes saurios, o bien los primeros homínidos aparecieron mucho antes de lo que se cree o, puestos a aventurarnos, que un hombre del futuro viajó cuan crononauta a un tiempo pasado y pisó donde no debía hacerlo. Qué quieren que les diga... Desconozco qué respuesta es la válida.
¿O hay alguien que sabe la respuesta?
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