lunes, 30 de noviembre de 2015

La posada del Peine Madrid (Hotel Encantado, sucesos paranormales)



En la posada del peine de Madrid se dice que ocurren sucesos paranormales, podemos catalogar el establecimiento como un Hotel encantado en la ciudad de Madrid. La historia de este antiguo Hotel de Madrid se remonta al año 1610 cuando un tal Juan Posada tiene la brillante idea de crear un alojamiento de lujo de la época, este hotel abrió las puertas en ese mismo año. En 1796 paso a otros propietarios los cuales realizaron alguna reforma como subir otra planta del edificio, otras reformas del edificio se fueron realizando a lo largo de 200 años, hasta que fue traspasado a la empresa de relojes Girod quienes reformaron la primera planta para su taller de relojería. El Hotel volvió abrir sus puertas en el año 2006 como un lugar mas de hospedaje en Madrid.


Algunas leyendas corren sobre la posada del peine en Madrid, como que en la habitación 126 ocurren sucesos paranormales, y otra de las leyendas sobre este antiguo Hotel encantado hacen referencia a un pasadizo secreto también situado en la habitación 126, en el que se refugiaron algunos personajes durante tiempos comprometidos.


Se dice que el nombre de la posada proviene de que en cada una de las habitaciones había un peine colgado de una cuerda, peculiaridad de la época en la que obtuvo mas fama durante el IXX. Los sucesos paranormales y el titulo otorgado de Hotel encantado, es tan solo por las leyendas de la posada y se debería de realizar una investigación mas a fondo sobre esta antigua posada para poder corroborar la existencia de fenómenos paranormales y otras leyendas que se dice, suceden en la posada del peine en Madrid.



No conozco a nadie vivo que haya estado dentro, que la haya visto. Ni siquiera sé de nadie que conozca a alguien que la haya visto, pero existe. Y muchos la conocen sólo de oídas, aunque hayan pasado por su puerta cientos de veces en busca de algún sello extraordinario para su colección, o se hayan metido entre pecho y espalda un bocadillo de calamares al aroma de la Plaza Mayor.


Tal vez resulte poco elegante decir que soy el único que puede hablar de ella sin temor a equivocarme, pero a quién le importa que un fantasma sea o no elegante, y si pueda equivocarse o no. El caso es que llevo muchos años vagando por estas habitaciones tan llenas de historia y tan vacías de alguien que las habite, excepto yo mismo, que empiezo a aburrirme y a temer que el viento y la lluvia borren el relieve de la fachada y se acaben olvidando el nombre de La Posada del Peine.


Pero hubo un tiempo en que La Posada del Peine era conocida por todos. Cuando Madrid era una capital Europea, que parecía una capital de provincias. Cuando no había luz eléctrica y no existía el turismo, sino visitantes que pasaban largas temporadas disfrutando de una ciudad que no era la suya, o viajantes que no dormían dos noches seguidas en la misma cama, siempre cargados con un maletín de cuero y una gabardina gris. Antes incluso de que se levantara el primer hotel de Madrid, el Hotel París, en la Puerta del Sol.


Pero fue antes de antes, en 1610, cuando se levantó la posada que ha visto cambiar a la ciudad. Un negocio familiar situado en la calle que fue del Vicario Viejo y ahora Marqués Viudo de Pontejos. La familia de Juan Posadas, gran amigo mío, se fue acostumbrando, durante dos siglos, al cambio de la capa y la espada por la levita negra y la pistola de duelo. Y es que La Posada del Peine no pedía credenciales, ni tarjetas de vista, ni siquiera preguntó jamás el nombre de sus huéspedes, tan solo eran necesarias las monedas de rigor para poder disfrutar de una cama a cubierto donde pasar la noche, por lo que se creó la leyenda de que todo aquel que pudiera pagar y tuviera algo que ocultar sabía donde acudir en caso de necesidad.


A principios del XIX, fueron los hermanos Espinos los que la compraron para ampliarla, poco después, hasta la calle de las Postas y embellecer una fachada algo cansada del tanto ir y venir de pasajeros sin nombre ni apellidos.


Ahora eran ciento cincuenta las habitaciones de que disponían para albergar a cualquiera que pasara por Madrid. Unas, las más caras y mejor equipadas, con balcón a la calle. Otras, las más modestas, apenas sí disponían de espacio suficiente para acoger la cama, la mesilla de noche y poco más, sin balcón ni ventana y con la única ventilación que proporcionaba la puerta abierta al pasillo.


En 1892 de celebraba en toda España el cuarto centenario del descubrimiento de América, aún conservábamos Cuba para dar fe, cuando se decidió coronar el antiguo edificio con un templete de metal y ladrillos que albergaría un reloj. Por aquel entonces ya se había popularizado entre los vecinos de la Villa el dicho:"¡Esto parece la posada del peine¡" cuando los hijos, que después serían padres y repetirían exactamente las mismas palabras, sufrían en sus casas el normal desorden de la juventud.


Pocos éramos los que sabíamos del secreto que escondía la habitación 126. Reservada sólo para clientes que tenían algo que ocultar, y en ocasiones ocultarse ellos mismos.


En lo alto de una de las paredes del cuarto, y disimulada por una especie de alacena, se escondía una puerta que llevaba a unas escaleras por las que resultaba imposible subir o bajar de pie, y conducían a otra habitación que sirvió de guarida durante siglos. Yo mismo llevo años subiendo y bajando por allí, recordando los cientos de casos que la policía hubiera podido aclarar si hubieran sabido de su existencia o hubieran querido saber. Ahora solo queda en ella el polvo, la oscuridad y el olvido, junto a docenas de habitaciones más, que encierran el recuerdo de tantas pequeñas historias de gente corriente que alguna vez durmieron, amaron o soñaron sin dar su nombre ni posición en la recepción de esta isla de libertad o libertinaje, según quien pinte la historia. Por eso quizá continuó aquí, caminando entre recuerdos, con la esperanza de que algún día vuelva el calor a La Posada del Peine.


Fue hace ya muchos años, cuando salió por la puerta de la calle Postas, la última maleta del último huésped, tras el testamento de su dueña. En él dejaba como heredera a una comunidad religiosa que decidió no hacerse cargo de tan complejo negocio, y tan escasa reputación. Vendiendo el inmueble a la relojería Girod, que tan solo restauró el local de la parte baja y habilitó una parte de la primera planta como taller. Más tarde también cambiaría de nombre. Curiosamente, de aquel reloj colocado en lo alto del edificio, ahora tan sólo queda el hueco que dejó su esfera.


Si alguien mira hacia arriba podrá ver todavía el cartel con el nombre de la posada, y tal vez, con un poco de suerte, tenga la impresión de ver una figura a través de los cristales de algún balcón. Si es así, piensen que han visto un fantasma. La verdad es que quizá lo hayan visto, es de lo poco que queda de este huesped que tuvo miedo de salir de La Posada del Peine.



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